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domingo, 13 de marzo de 2011

El ‘Dharme’ de Basile

Busco un café con leche en vaso muy caliente para rodearlo con mis manos heladas. A ser posible en un sitio tranquilo y limpio, sobre una mesa de bar de las de toda la vida. Así es el paraíso terrenal de mis mañanas de domingo, el escenario perfecto para desvestir sin prisas el dominical que llevo bajo el brazo, deshojar sus páginas salmón y suplementos, pasar revista a la revista y despojarlo de planfletos, coleccionables y resto de bisutería informativa. Pero no es fácil: es muy temprano, los escasos bares que ya han iluminado sus rótulos están atestados de jóvenes trasnochados, y hace un frío que no entiende de paraísos terrenales bajo cero.

Camino a buen ritmo y sin rumbo fijo, pero no tengo prisa porque me encanta este frío seco de invierno que activa la mente y convierte la piel en porcelana. Me gusta la soledad de las madrugadas heladas, antes de que llegue el alba. Y me gusta que el tiempo esté parado para mí, mientras sigue corriendo para el resto que duerme.
Sin apenas tiempo para impacientarme aparece “Casa Nieves”, un bar con un nombre muy bien escogido para la ocasión, que hace un rato se estaba despertando pero que ya tiene las persianas arriba. Cruzo la puerta y deduzco que soy el primer cliente de la mañana, ya que no hay signos de vida ni delante ni detrás del mostrador. Mientras espero que alguien me atienda examino el local sin disimulo. Tiene un aire de zaguán andaluz, amplio, alegre y acogedor. Las paredes están revestidas de azulejos moriscos hasta media altura, con figuras geométricas en azul cobalto y albero; por encima un buen surtido de cuadros colocados con esmero, como en una exposición. Oigo ruidos al fondo, pero no aparece nadie. En la pared principal, frente a la puerta, destaca un mosaico que dice “Premio Engalanamiento Portadas 1987”, a su alrededor láminas y grabados antiguos, la mayoría de ellos son paisajes serranos en blanco y negro. Las mesas, cuadradas y no muy grandes, guardan fila como en un damero. Las sillas son de madera y con el respaldo curvo, como a mí me gustan. Sigo oyendo ruidos, vienen de la cocina. En la pared del fondo, frente al mostrador, la mirada se pierde en el hueco que deja una escalera con balustrada de madera. En el primer rellano hay un espejo de cristal con una flecha apuntando hacia arriba que dice “Restaurante”.

De pronto se abre la puerta de vaivén de la cocina y aparece una señora mayor con un delantal de volantes. Me dirige una sonrisa dulce y agradable. Lleva el pelo recogido y la cara limpia, sin apenas maquillaje. Me mira a los ojos con confianza, como si me conociera, y me da los buenos días disculpándose por la espera. El tono de voz y la delicadeza con la que inclina ligeramente la cabeza me dicen que he dado con la cafetería que andaba buscando. Le devuelvo la sonrisa sin esfuerzo y le pido un café con leche en vaso muy caliente. Luego me dirijo a una de las mesas del fondo y tomo asiento sin quitarme la chaqueta, porque no me sobra.

Con las manos todavía entumecidas comienzo a ojear el periódico. De vez en cuando levanto la cabeza para ver si está listo el café, aunque estoy convencido que ella me lo acercará. Desde  la mesa veo más cuadros sobre el mostrador, la mayoría son de toreros y de figuras ilustres. Destaca una foto de Manolete y otra de Lina Morgan, con dedicatoria. Tras el mostrador, alrededor de la máquina de café reluciente, carteles que anuncian las especialidades de la casa: “Callos a la madrilena”, “Torreznos” y “Croquetas caseras”. La señora está vaporizando la leche, el gorjear de la cafetera me tranquiliza y me hace entrar en calor.

Entran dos personajes muy abrigados, un señor muy engalanado y otro con vestimenta más discreta. El intercambio afectuoso de saludos desvela sus identidades: él señor elegante se llama Alfonso y el otro Tomás, la señora que me está trayendo el café es María.
Tomás enseguida se acomoda y se concentra en su periódico, pero Alfonso prefiere pavonearse con parsimonia derrochando gestos y sonrisas de “todo-un-caballero”. Llaman la atención los dos anillos que luce en sus manos, el reloj y la montura dorada de sus gafas, y el escudito que luce en la solapa. Me recuerda esos retablos barrocos empapados en pan de oro. Tampoco desmerecen la corbata azul celeste y el pañuelo del mismo color que asoma sobre el bolsillo exterior de su americana. Alfonso lanza opiniones gratuitas con la autoridad del gallito al que nadie le tose. Se queja del gobierno y de sus prohibiciones: que si después del tabaco van a prohibir el alcohol, que si en Cataluña ya han prohibido los toros... Mi subconsciente me trae a la memoria la recién aprobada ley antitabaco y mi instinto inquisidor enseguida comprueba que no hay ningún cenicero a mi alrededor. El silencio y algún comentario de María que no viene a cuento le otorgan la razón, se conocen muy bien.

Hago que me distraigo leyendo el periódico, pero observo de soslayo los movimientos de Alfonso. Está leyendo la prensa mientras remueve en el café una porra empapada en azúcar. Muy discretamente ha sacado de uno de sus bolsillos un pastillero y después de mirar a los lados de reojo, ha extraído un par de pastillas que ha engullido muy serio y sin pestañear. Las pastillas deben ser milagrosas porque ha recuperado el gesto y ha vuelto a lanzar una encuesta de opinión, esta vez sobre si jubilarse a los 67 es de izquierdas o de algún mal nacido que se jubilará mucho antes. María esta vez le ningunea con mucho estilo prometiéndole fundar un club de promesas políticas para que Alfonso arregle el mundo antes de que otros acaben con él.

El bar se anima con la llegada de dos familiares de María, un chico joven y un señor que bien podría ser su padre. Intuyo que son familiares por la confianza con que la besan tras pasar al otro lado del mostrador. María les prepara porras con café y les dice no se qué del pomo de una puerta. Ellos asienten con la cabeza sin prestarle mucha atención y María, en voz alta y con mucho retintín, proclama que en este país hay muchos técnicos, pero que ninguno quiere hacer nada. Yo sonrío sin levantar la vista de mi periódico y ella celebra en voz alta que le siga la corriente. El joven y su presunto padre no apartan la mirada de un diario deportivo, ni las manos de las porras.

Ahora entra un chico de tez morena, ojos pequeños y claros, y pelo cobrizo muy rizado, por su aspecto podría ser de Rumanía o de algún país del Este. Lleva una gorra roja, una chupa de piel bastante gastada y un chandal muy holgado. En el bolsillo del pantalón sobresale una cajetilla de tabaco de una marca poco conocida. Tiene las mejillas rojizas y una pelusilla mal afeitada que difumina sus mandíbulas. María se acerca a él y le mira fijamente a los ojos para visualizar mejor sus palabras. Habla muy bajito y con torpeza, sin sacar las manos de los bolsillos, pero entiende muy bien el español. La necesidad, que agudiza el ingenio y lo convierte en virtud, derriba cualquier frontera lingüística. Y la presencia de un café caliente y una buena copa, como la que le acaba de traer María, derriba fronteras como las que Alfonso está levantando con su mirada. Una mirada que está dirigiendo al chico por encima de sus gafas doradas, con la cabeza medio gacha, examinándole de arriba abajo como si le fuera a embestir. El chico de tez morena, que se llama Basile, está a lo suyo. Él no lidia en esa plaza, su batalla es otra.

Minutos más tarde entran 4 policías urbanos ataviados con sus gorras y uniformes reflectantes, relegando a un segundo plano el traje de pan de oro de Alfonso. A uno de los policías se le cae un guante y Basile, muy atento, se agacha para recogerlo y se lo da. El policía le da las gracias y Basile no puede reprimir una sonrisa infantil.

“Casa Nieves” se ha ido caldeando y estoy disfrutando de la lectura en buena compañía. Leo una entrevista en la que un conocido premio Nobel indio, acusado de machista e inhumano por algunos críticos, manifiesta que a él las embestidas de los demás le traen sin cuidado. Que él tiene como objetivo seguir su “dharme”, su destino, que no es otro que escribir lo que ve, y ver para escribir. Yo levanto la mirada buscando a Basile, pero ya no está.

Del techo del bar cuelgan tres ventiladores que pasarán desapercibidos hasta el verano, cuando las mesas que estén debajo sean las más buscadas. Entre la puerta de entrada y el gran ventanal hay una máquina tragaperras y otra expendedora de tabaco. Las autoridades presentes en el local no advierten que el tabaco y el juego perjudican gravemente a la salud. Pero gravan impuestos, que es lo más grave.

Han pasado casi dos horas desde que he empezado a ojear el periódico y la silla de madera ya está castigando mis posaderas. Pago la cuenta y antes de abandonar el local, decido pasar por el servicio. En medio del pasillo, antes de llegar, Basile está arreglando en silencio el pomo de una puerta. Una puerta que él ha conseguido abrir para que podamos seguir pasando, una puerta que otros se empeñaran en cerrar sin descanso. Basile también sigue su “dharme”, aunque nunca conseguirá un premio Nobel.

lunera
enero'11

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