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domingo, 23 de enero de 2011

Notas de carretera

Es casi mediodía y un cielo arrugado, grumoso y cenizo eclipsa la vasta llanura. El viento barre la carretera por la que transita una procesión de luces pálidas. En una de las fincas una vaca pace tranquilamente. Cerca hay un cartel destartalado con restos de un anuncio de tabaco. La vaca levanta la cabeza cuando un coche se detiene en la cuneta y sin dejar de masticar, lo mira con curiosidad por encima de la valla. Del coche descienden una mujer flaca y dos niños pequeños muy pálidos. En el interior un hombre con el gesto serio sigue aferrado al volante con el motor en marcha. Mientras, la mujer y los niños avanzan hacia el cartel con la cabeza gacha, protegiéndose del polvo y de la tierra que el viento sigue levantando. La vaca les observa impasible, sigue masticando. Llegan al cartel y la mujer les pone a resguardo y les dice que no se muevan de allí hasta que vuelvan. Los niños se acurrucan en el suelo y asienten con la cabeza. No se miran, no dicen nada. La mujer regresa al coche y la vaca se da media vuelta para seguir pastando. El hombre del gesto serio reanuda la marcha cuando la mujer entra en el coche, no han intercambiado ninguna palabra, ninguna mirada. A la altura del cartel destartalado, la procesión de luces pálidas emite notas de carretera.
A los hijos de Gabriela les gusta jugar a adivinar el color de los coches que pasan de largo por delante del poblado. Pero desde hace dos días ella no les da permiso para alejarse de la chabola, y ha castigado al más pequeño sin salir de la estancia. Los dos hermanos mayores la están ayudado a controlar a los más pequeños, que protestan y patalean cuando ven a sus amigos irse sin ellos. Tampoco han entendido por qué su madre está tan triste, aunque alguno de ellos lo intuye.
- Mamá, ¿cuándo vendrán la Pauli y el Ubaldo? - pregunta con intención el cuarto de los ocho hermanos.
- Pronto, Antoñito, mu pronto. Pero hacerme caso, por el amor de Dios, hacerme caso - le respondió Gabriela con voz lánguida.
Gabriela lleva dos días sin dormir y tiene los ojos hinchados. Desde que Paulina y Ubaldo desaparecieron, su casa ha sido un hervidero de familiares, amigos y vecinos. De ellos ha recibido consuelo, aliento y muchos ánimos que han sido pasto de su soledad. Incluso los agentes de policía a los que ella de vez en cuándo abroncaba cuando registraban su chabola y le requisaban alguna ‘papelina’, se han mostrado muy atentos con ella. Ellos levantaron la denuncia la primera noche que los pequeños no durmieron en casa, y desde entonces han estado muy pendientes de ella y de su marido. Ramón, que tampoco ha pegado ojo, ha rastreado por su cuenta y con ayuda de los suyos todos los rincones. Pero ha vuelto a casa hundido y con las manos vacías, esta vez lo que buscaba no era chatarra.
Ramón y Gabriela no han autorizado a la policía para que cuelgue los carteles de “Se Busca” porque los ven como esquelas que abren las puertas al mal fario. Tampoco confían en las autoridades, están convencidos de que los cuerpos de élite y las fuerzas de orden público no fueron creados para ellos, y que sus dos pequeños no pasarán de cubrir algún expediente. Uno más en el obituario que no figura en ninguna guía turística y en el que se pierden historias macabras de robos, atracos y tráfico de estupefacientes. Ramón y Gabriela imploran constantemente a un Dios que ahora mismo se muestra ausente, y recurren a él porque si alguien puede hacer algo por ellos sin pedirle documentación ni credenciales, ése tiene que ser él.
Está anocheciendo en la vasta llanura.  La procesión de luces pálidas sigue emitiendo notas de carretera, pero en un compás más largo. El viento, que hace de sordina, ahora es frío y seco. La vaca sigue paciendo mientras los dos niños, muy pálidos, juegan a adivinar el color de los coches que pasan de vez en cuando.
- ¡Rojo! - exclama Paulina sin muchas ganas.
- ¡Blanco! - replica Ubaldo fijando la vista en el primer vehículo que asoma sus luces.
Un coche patrulla de la polícia disminuye el paso y se detiene cerca de ellos. Descienden dos agentes, un hombre y una mujer. La agente se acerca a los niños y les saluda cariñosamente. Están asustados y se acurrucan el uno contra el otro sin decir palabra. La miran muy fijamente y se encogen de miedo, están tiritando. La mujer intenta tranquilizarlos quitándose la gorra oficial y hablándoles de sus hijos. Mientras ella intenta distraerles, el agente informa a la central de que han hallado a dos menores que dicen llamarse Paulina y Ubaldo. Ahora estań más relajados y quieren jugar con el walkie-talkie. Antes de arrancar la agente pregunta a la pequeña:
- Paulina, ¿y qué habéis estado haciendo todo este tiempo? ¿Dónde habéis estado?
- Hemos estado con unos señores que nos recogieron cerca de casa y nos regalaron muchas cosas. Y que nos pusieron una inyección para no ponernos nunca enfermos -respondió señalándose con el dedo detrás la espalda-. Una para mí y otra para Ubaldo.
- ¿Sí?... ¡Qué bien! ¿Me dejas ver dónde te han puesto esa inyección?
Con mucho cuidado la agente le quitó el abrigo y le levantó el jersey. En uno de los costados, bajo un apretado vendaje y a la altura del riñón, confirmó que había una notable cicatriz bastante reciente. La agente abrazó a los pequeños y visiblemente emocionada, dijo a su compañero: “por favor, arranca y vámonos”.
A la altura del cartel destartalado, la procesión de luces pálidas dejó de emitir notas de carretera.

lunera
enero'11

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