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domingo, 13 de marzo de 2011

Por el cordón umbilical

Desde el momento en el que pusieron sobre su vientre a Lucía, pero no a David, Olivia supo que se pasaría toda la vida pendiente de él. Que toda aquella fuerza que estaba empezando a despertar en su interior era suya, pero no le pertenecía. Que en aquel parto ella también había vuelto a nacer.

Olivia había disfrutado de una infancia apacible y sin contratiempos en aquel Aranda de Duero de los años 40 que, como el resto de España, trataba de ponerse en pie tras los duros años de la posguerra. Ejerció de mayor de cinco hermanos con una mente demasiado despierta para una mujer de su tiempo. Le hubiera encantado escribir novela rosa como Corín Tellado o, mejor aún, ser locutora de radio como Maruja Cerezo, aquella pionera de La Voz de Valladolid (la emisora del Movimiento), pero estudió auxiliar de enfermería en el Hospital Clínico Universitario de Valladolid. Allí conocería a Eusebio, un enfermero bonachón con quien contrajo matrimonio a los 23. Con él formó un hogar en el que se sintió valorada muy por encima de lo que jamás había imaginado. 

Tuvo a su primer hijo Tomás dos años después de casarse, y dieciséis meses después trajo al mundo a Lucía y a David, unos gemelos que escribirían sus destinos en renglones muy distintos. Lucía salió a su madre, decidida y muy resuelta. Pero David no tuvo la misma suerte, ya que en el parto estuvo a punto de perder la vida. De hecho la perdió casi toda, su cerebro sufrió lesiones irreversibles que le condenarían a vivir en estado vegetativo el resto de sus días. David permanecería amarrado a su madre de por vida, aquel cordón umbilical que estuvo a punto de estrangularle, nunca dejó de presionar. 

Pero Olivia no quiso creer que la sentencia era en firme. Recorrió los pasillos de muchos hospitales y pasó largas noches bajo la luz del flexo devorando libros, informes y ensayos clínicos. En el despacho de su casa se amontonaron papeles, tazas con restos de café y preguntas sin respuesta. Se entrevistó con los mejores especialistas, e incluso acudió a la medicina alternativa. Pero todo fue en vano, las puertas que tanto le costaba abrir se iban cerrando una tras otra. Un día, uno de los médicos del hospital en quien más confiaba, se topó con ella en la cafetería y se asustó al verla tan demacrada y tan perdida. Se le acercó, y después de ella se sincerase la cogió de la mano y le dijo: "Olivia, David tiene una parálisis cerebral con cuadriplejía espástica que no tiene cura. Su córtex está muy dañado y nunca te verá, ni te oirá, ni caminará, ni llevará una vida medianamente normal. No tendrá capacidad para amar, aunque sí podrá responder a algún estímulo. En los años que le quedan de vida la medicina apenas avanzará. Es duro, pero David va a estar en un mundo distinto al nuestro y tú vas a ser su razón de ser. Vas a tener que cuidarte mucho y ser más fuerte que nunca, porque nadie podrá entender lo que tú tampoco serás capaz de explicar. Y no intentes buscar explicación a esto, porque no la hay. Cuídate Olivia, cuídate mucho."  

Con aquellas palabras Olivia dio portazo a las esperanzas con las que había querido alimentar a su hijo. Cayó de bruces en la cruda realidad y se levantó de inmediato para quererlo como sólo una madre es capaz. Pasó un par de años bajo tratamiento psicológico para superar la ansiedad y dejar atrás aquel sentimiento de culpabilidad que la acechaba. Adelgazó mucho y se abandonó otro tanto, envejeció muy rápido. Pidió una excedencia en el hospital. Y aunque tuvo que racionar el tiempo a sus hijos y a su marido, ellos nunca se lo reprocharon. Eusebio también redobló esfuerzos encadenando turnos y festivos para sacarles adelante. Con la misma determinación con la que salía cada mañana a trabajar, regresaba por la noche para acostar a sus hijos. Con la llegada de David, Olivia y Eusebio siempre estuvieron de guardia, pero nunca pudieron compartir turno, ni para juegos bajo las sábanas, ni para casi nada.

La rutina y las costumbres la ayudaron a domesticar aquella naturaleza tan cruel. Cada seis horas Olivia le cambiaba de posición para que no se le formaran escaras. Aunque David no pesaba mucho, solía estar tan rígido y ausente que ella tenía que ingeniárselas para moverle, a veces parecían dos yudocas forcejeando sobre la cama. Cada mañana Olivia se preocupaba de que David hiciera su tabla de ejercicios, para ella doblar y estirar aquellas piernas y aquellos brazos oxidados era peor que una sesión de gimnasio. Luego Olivia se encargaba de asearle a fondo. Le cambiaba el pañal y le frotaba con una esponja que solía humedecer en un barreño de agua templada con jabón. A David le encantaba el olor a limpio de aquel jabón, a Olivia también. Una vez por semana María, la masajista, acudía a su casa para destensar aquellos músculos agarrotados. Cuándo hundía sus dedos en aquel cuerpo retorcido, él cerraba los ojos y emitía unos gemidos casi imperceptibles. Si no fuera por las babas que dejaba sobre la almohada, se diría que estaba agonizando. Después Olivia le aplicaba una pomada entre las piernas, que ya se rozaban como las de unas tijeras, y le cortaba con mucho cuidado las uñas de los pies y de las manos. Olivia seguía aquellos rituales con devoción. David nunca se le quejó ni se lo agradeció, nunca añadió una arista más en su rostro tirante y desencajado.  

Como Olivia tenía que sacarse aquella presión de alguna manera, empezó a escribir un diario. En aquel cuaderno gris con el lomo dorado trató de pasar página a los malos momentos y en él celebró sus victorias domésticas. Aquel cuaderno sería durante mucho tiempo su confesionario.

Martes 2 de Febrero de 1955: "Querido diario, hoy David ha cumplido tres años y lo hemos celebrado dando el primer paseo con el carrito nuevo que por fin hemos adaptado. El esfuerzo ha merecido la pena, jamás le había visto tan contento. Lucía y Tomás no se han soltado del carrito ni un sólo momento. Al principio a David el sol le molestaba y escapaba de él, pero luego buscaba su calorcito. Le ha encantado que el aire fresco le acariciara la cara. Ha sido increíble, se ha excitado tanto que al final ha tenido convulsiones y se ha quedado frito. Lo peor la gente, es tan maleducada...Aunque en la calle no veo a ningún niño como David, estoy segura que los hay, tienen que tenerlos escondidos. Mañana vamos a repetir, se lo he prometido."

Durante el día Olivia le leía en voz alta algún fragmento del libro que tenía entre manos. Por la noche ella se sentaba al pie de la cama para cantarle algo. Aquello también se convirtió en una rutina, hasta el punto de que si a ella se le olvidaba, David se despertaría sobresaltado a media noche, sacudido por algún espasmo. Entonces ella le calmaría con un beso en la frente, y le contaría algún secreto al oído, como si pudiera entenderlo. Olivia muchas veces trató de acercar a David a su mundo, sin darse cuenta de que en realidad era ella quien debía asomarse al suyo.

Pero la naturaleza es tan sabia que cuando falla es capaz de rebelarse contra sí misma. David empezó a rechazar las ayudas y a intentar lesionarse. Ella no tuvo más remedio que atarle con correas a la cama, fijarle la sonda de las medicinas con vendajes especiales y ponerle un respirador nocturno para evitar una muerte silenciosa. Olivia inmovilizaba a su hijo en silencio y sin mirarle a los ojos, apretando las mandíbulas con inconscientemente. A Olivia le parecía estar cruzando una delgada línea roja que David había pintado para ella. Pero no era la única, había otras de tiza pintadas en el suelo que tampoco estaba viendo:

Viernes 23 de Abril de 1958, Olivia escribe: "Hoy Lucía me ha regalado un dibujo que ha hecho en el cole para el día de la madre. Ha pintado una casa grande y me ha dibujado dentro al lado de David, que está dormido en la cama. Ella y Tomás están junto a su padre, jugando fuera, en la calle. Como no he podido reprimir las lágrimas Lucía me ha preguntado si no me había gustado. Yo le he dicho que era el regalo más bonito que me habían hecho nunca, que lloraba de la emoción. Ella me ha secado las lágrimas con sus deditos y yo he seguido llorando abrazada a ella, como si hubiera regresado de un largo viaje. No puedo seguir escribiendo, por hoy he tenido bastante". 

Un día Olivia notó que David no se inmutó cuando ella corrió las cortinas. Al pasar la mano por delante de su cara, su mirada bizca ya no la buscó en la sombra. Olivia, por primera vez, dejó escapar unas lágrimas delante de él. Poco después, David empezó a dejar de oir. Desde entonces Olivia le cogía de las manos para dirigirse a él, se las apretaba fuerte para decirle que le quería y se las acariciaba cuando lo notaba nervioso. El cuerpo de David retrocedía en el tiempo buscando su posición fetal, como si quisiera volver a comenzar  sin dejar rastro. Pero no fue un regreso fácil. Las sesiones de María, que venía ya tres veces por semana, resultaban insuficientes. David sufría unos dolores horribles y Olivia se desesperaba cada vez que le aumentaba la dosis de morfina. El quirófano también pasó a formar parte de la rutina. Le intervinieron varias veces para destensar la atrofia muscular y le implantaron una prótesis ortopédica en la cadera y otra en el fémur para sujetar unos huesos cada vez más quebradizos. Más tarde tuvieron que restaurarle la mucosa del esófago, abrasada por el reflujo de un estómago que rechazaba la comida. Desde entonces se alimentaría siempre a través de una sonda. 

Viernes 6 de Julio de 1966, Olivia escribe: "Hoy ha venido la tía Encarna a visitar a los niños. Hacía mucho tiempo que no venía. Y aunque siempre me he llevado muy bien con ella, no sé si estoy contenta de que haya venido. Cuando ha visto a David he visto en su rostro y en sus ojos una expresión de horror que me ha estremecido. Lo ha intentado disimular, pero se ha dado cuenta demasiado tarde. Los tubos, las máquinas, el respirador, las correas, el suero, el color de su piel, su mirada fija... Dios mío, no se en qué momento he dejado de ver la línea que me marcó David, tengo la sensación de haberla dejado atrás hace mucho tiempo."
  
David falleció de muerte natural un año y medio después. Murió apoyado en el vientre de su madre, sin ofrecer resistencia. Se fue apagando lentamente como una vela. Olivia no llevó luto, "el luto se lleva por dentro y en silencio" -solía decir-, pero durante un tiempo se quedó tan a oscuras que le costó gran esfuerzo llenar aquel vacío. De eso se encargaría su familia, con ayuda de Eusebio, Tomás y Lucía, se fue recomponiendo. Con ellos su vida fue recuperando la 'otra' normalidad. Fueron los 'otros' mejores años de su vida. 

Se reincorporó al Hospital Clínico en la sección de maternidad, donde fue recibida por sus compañeros con mucho cariño. Enseguida volvió a ser aquella mujer servicial y discreta a la que todos buscaban cuando algo se complicaba. Eusebio transformó la habitación de David en un cuarto de invitados y se deshizo de los aparatos, medicinas y recuerdos que pudieran reabrir las heridas que estaban cicatrizando. Olivia recuperó el brillo en los ojos, volvió a maquillarse cada mañana y a ir a la peluquería del barrio una vez por semana. En su billetera siempre llevó una foto tamaño carnet de Tomás, otra de Lucía y un recorte de una foto de David que besaba todos los días antes de salir de casa.   

El tiempo puso muchas cosas en su sitio durante los siguiente once años, pero las brasas de un fuego intenso pueden reavivarse en cualquier momento. Un 22 de Enero de un mal día de invierno una mujer a punto de dar a luz ingresó de urgencia en el Hospital. El parto se complicó tanto que el bebé acabó falleciendo y la madre, que ni si quiera puedo verlo, se salvó de milagro. Cuando la mamá despertó y reclamó a su bebé, el médico que la atendió le contó lo que había sucedido. Le dijo que el feto había venido en mala posición y que había salido casi sin vida, que a pesar del esfuerzo no habían sido capaces de reanimarlo. La madre, totalmente fuera de sí, montó en cólera profiriendo gritos e insultos como si la estuvieran matando. Agitaba los brazos y las piernas presa de la locura, las enfermeras se vieron en apuros para reducirla. El marido, que había acudido en su ayuda, se contagió de aquella histeria y amenazó al cirujano y al cuerpo médico con acudir a los tribunales. Olivia, que había presenciado toda la escena, no fue capaz de calmarle. 

Una semana después se supo que la denuncia había prosperado y que los resultados de la autopsia habían revelado algún resultado extraño. La Policía acudió al Hospital para abrir una investigación y para interrogar al cuerpo médico. Los médicos declararon que el bebé vino al mundo en estado de muerte cerebral, con las constantes vitales muy mermadas. Olivia también prestó declaración. Explicó que aunque ella intentó reanimarle siguiendo el protocolo, no hubo nada que hacer. Olivia se mostró tranquila en todo momento, aunque un poco alterada por la solemnidad de la situación. 

Tres días después la Policía se personó en casa de Olivia con una orden judicial de registro. 
- Buenos días ¿es usted Olivia? - preguntó el Policía.
- Sí, soy yo.
- Verá, estamos haciendo una investigación y tengo una orden de registro del juez para inspeccionar su domicilio, si colabora no nos llevará mucho tiempo - dijo el Jefe de Policía  mostrando la orden del juez.. 
- Adelante, adelante - dijo ella titubeante mientras les dejaba pasar y se encogía de hombros buscando la mirada de su marido que aparecía al fondo del pasillo. 

Mientras dos agentes iniciaron el registro del domicilio, el Jefe de Policía se quedó conversando con ellos. Al cabo de unos minutos, uno de los agentes lanzó un voz de alerta indicando que había encontrado algo. En su mano traía un cuaderno gris, con el lomo dorado, abierto por la última página. 

Jueves, 22 de Enero de 1989. David, hoy vas a tener otro amiguito a tu lado. Es muy morenito y con mucho pelo. Ha venido de urgencias cuando estaba a punto de irme. El médico ha conseguido salvar a su mamá, pero al bebé lo ha visto muy mal. Mientras se lavaba las manos le he oído decir que el bebé tenía una parálisis cerebral severa, irreversible, que era una lástima. Le ha dictado la misma setencia que cumpliste tú. Por eso me acerqué a la matrona y le dije que me ocupaba de él. Y lo hice, ahora seguro que estará muy contento de conocerte. A la mamá no le he dicho nada porque como no te conoce, seguro que no lo entendería. Tú y yo lo sabemos muy bien.  Que descanséis.  

El Jefe de Policía se estremeció aún más cuando comprobó que en aquel diario había 15 relatos más. Estaban fechados desde Marzo de 1978 y parecían casos similares a los que estaban siendo investigados. Comprobó también que existían otros relatos más íntimos y personales, el último de ellos fechado el 2 de Diciembre de 1967. Mientras los policías examinaban su diario sin perder detalle, Olivia se apretaba las manos con fuerza buscando el cielo con su mirada. Eusebio, que permanecía a su lado, no entendía nada. Intuyó que Olivia le había estado ocultando algo serio y temió lo peor. 

Una vez que el Jefe de Policía comprobó que Olivia era la propietaria de aquel cuaderno, procedió a  su orden de arresto acusada de homicidio voluntario. Ella, visiblemente emocionada, no opuso ninguna resistencia. Le pidió a su marido que estuviera muy tranquilo, y que por favor no le dijera nada a los niños. Antes de que la metieran en el coche patrulla, Eusebio leyó en los labios de Olivia un emocionado "TE QUIERO".  

Meses más tarde, cuando el juez entró en aquella fría sala del Juzgado de Instrucción nº2 de lo Penal, todos los asistentes se pusieron en pie. El juez mandó sentar e informó a los letrados y a la acusada que, de conformidad a lo establecido por la Ley, se disponía a dictar sentencia. El juicio había despertado gran expectación en los medios por el impacto y la trascendencia de los hechos. Reporteros y cámaras de televisión procedentes de todos los rincones se agolpaban tras la línea que estaban dispuestos a rebasar en cualquier momento. 

Olivia estaba sentada en el banco de los acusados, al lado de su abogado. Estaba relativamente cómoda y se la veía tranquila. Detrás estaba su marido, alguna compañera del hospital, y unos pocos amigos. El resto eran caras desconocidas para ella, la mayoría simplemente curiosos. Tras el banco de la acusación se encontraban los padres del bebé fallecido, y un gran número de familiares y amigos. Respiraban aires de justicia y parecían tener muy claro que la sentencia no les iba a defraudar. De hecho, durante los careos y las citaciones previas se había hecho evidente que Olivia había causado la muerte voluntaria a 15 criaturas que habían nacido en el Hospital en estado crítico, todas ellas con parálisis cerebral aguda y un cuadro extremademente reservado. La acusada, que se declaraba culpable de los hechos, no había ocultado ningún dato ni se había mostrado arrepentida en ningún momento.

Antes de hacer pública la resolución, el juez le preguntó a Olivia si quería hacer alguna declaración. Ella, sin dudarlo, dijo que sí, que le gustaría leer una carta. El juez pidió permiso a la acusación, y la petición fue aceptada. Olivia se acercó al micrófono que tenía delante, desplegó la carta que llevaba preparada y con voz clara dijo:  

Tenías razón David, ahora más que nunca, lo sé. Y tenías motivos para tener razón, por eso estoy aquí. Cuando viniste al mundo me dijeron que tendría que ser muy fuerte para cuidar de ti, que nadie podría entender lo que yo tampoco sería capaz de explicar. Me dijeron que me cuidara, para cuidar de ti. Pero a ti nadie te preguntó, porque tú tampoco entendías ni eras capaz de explicar nada. Y yo tampoco te pregunté si querías que te cuidara. Me dejé llevar por el amor de madre, esa fuerza incombustible capaz de mover montañas que a veces es ciega, egoista y no sabe quedarse a un lado. 

¿Dónde estabas tú, mi amor, cuándo salía el sol para los demás?, ¿dónde estábamos los demás cuándo te retorcías de dolor todos los días?, ¿no era tu cara el espejo de nuestro alma?, ¿no era tu silencio sepulcral la respuesta a todas mis preguntas? David, te pido perdón por no saber que tú no estabas dónde yo pensaba, que en realidad tú fuiste en parte producto de nuestra imaginación. Te pido perdón en mi nombre y en el de todos los que, más por suerte que por desgracia, nunca te entenderán.  

¿Cuándo dejaremos de consolarnos criticando a ese Dios en el que no creemos?, ¿cuándo nos quitaremos la venda que nos amordaza la razón?, ¿en qué momento nos daremos cuenta de que vida y muerte dignas son variables de la misma ecuación?  David, te pido perdón por no escucharte y por no quererte dar lo que hubiera deseado para mí .

Que ningún juez declare mi inocencia por haberte hecho cumplir una condena de la que sólo yo, como madre, soy culpable. Que nadie me levante la pena por haberte obligado a trabajos forzados. Que nadie me libere de este amor privado en ninguna celda. Que nunca deje de arrastrar tu cordón umbilical, mi amor.
Con aquellas palabras escritas de su puño y letra, frente a aquel micrófono, Olivia quedó lista para la sentencia.

lunera
febrero'11

El ‘Dharme’ de Basile

Busco un café con leche en vaso muy caliente para rodearlo con mis manos heladas. A ser posible en un sitio tranquilo y limpio, sobre una mesa de bar de las de toda la vida. Así es el paraíso terrenal de mis mañanas de domingo, el escenario perfecto para desvestir sin prisas el dominical que llevo bajo el brazo, deshojar sus páginas salmón y suplementos, pasar revista a la revista y despojarlo de planfletos, coleccionables y resto de bisutería informativa. Pero no es fácil: es muy temprano, los escasos bares que ya han iluminado sus rótulos están atestados de jóvenes trasnochados, y hace un frío que no entiende de paraísos terrenales bajo cero.

Camino a buen ritmo y sin rumbo fijo, pero no tengo prisa porque me encanta este frío seco de invierno que activa la mente y convierte la piel en porcelana. Me gusta la soledad de las madrugadas heladas, antes de que llegue el alba. Y me gusta que el tiempo esté parado para mí, mientras sigue corriendo para el resto que duerme.
Sin apenas tiempo para impacientarme aparece “Casa Nieves”, un bar con un nombre muy bien escogido para la ocasión, que hace un rato se estaba despertando pero que ya tiene las persianas arriba. Cruzo la puerta y deduzco que soy el primer cliente de la mañana, ya que no hay signos de vida ni delante ni detrás del mostrador. Mientras espero que alguien me atienda examino el local sin disimulo. Tiene un aire de zaguán andaluz, amplio, alegre y acogedor. Las paredes están revestidas de azulejos moriscos hasta media altura, con figuras geométricas en azul cobalto y albero; por encima un buen surtido de cuadros colocados con esmero, como en una exposición. Oigo ruidos al fondo, pero no aparece nadie. En la pared principal, frente a la puerta, destaca un mosaico que dice “Premio Engalanamiento Portadas 1987”, a su alrededor láminas y grabados antiguos, la mayoría de ellos son paisajes serranos en blanco y negro. Las mesas, cuadradas y no muy grandes, guardan fila como en un damero. Las sillas son de madera y con el respaldo curvo, como a mí me gustan. Sigo oyendo ruidos, vienen de la cocina. En la pared del fondo, frente al mostrador, la mirada se pierde en el hueco que deja una escalera con balustrada de madera. En el primer rellano hay un espejo de cristal con una flecha apuntando hacia arriba que dice “Restaurante”.

De pronto se abre la puerta de vaivén de la cocina y aparece una señora mayor con un delantal de volantes. Me dirige una sonrisa dulce y agradable. Lleva el pelo recogido y la cara limpia, sin apenas maquillaje. Me mira a los ojos con confianza, como si me conociera, y me da los buenos días disculpándose por la espera. El tono de voz y la delicadeza con la que inclina ligeramente la cabeza me dicen que he dado con la cafetería que andaba buscando. Le devuelvo la sonrisa sin esfuerzo y le pido un café con leche en vaso muy caliente. Luego me dirijo a una de las mesas del fondo y tomo asiento sin quitarme la chaqueta, porque no me sobra.

Con las manos todavía entumecidas comienzo a ojear el periódico. De vez en cuando levanto la cabeza para ver si está listo el café, aunque estoy convencido que ella me lo acercará. Desde  la mesa veo más cuadros sobre el mostrador, la mayoría son de toreros y de figuras ilustres. Destaca una foto de Manolete y otra de Lina Morgan, con dedicatoria. Tras el mostrador, alrededor de la máquina de café reluciente, carteles que anuncian las especialidades de la casa: “Callos a la madrilena”, “Torreznos” y “Croquetas caseras”. La señora está vaporizando la leche, el gorjear de la cafetera me tranquiliza y me hace entrar en calor.

Entran dos personajes muy abrigados, un señor muy engalanado y otro con vestimenta más discreta. El intercambio afectuoso de saludos desvela sus identidades: él señor elegante se llama Alfonso y el otro Tomás, la señora que me está trayendo el café es María.
Tomás enseguida se acomoda y se concentra en su periódico, pero Alfonso prefiere pavonearse con parsimonia derrochando gestos y sonrisas de “todo-un-caballero”. Llaman la atención los dos anillos que luce en sus manos, el reloj y la montura dorada de sus gafas, y el escudito que luce en la solapa. Me recuerda esos retablos barrocos empapados en pan de oro. Tampoco desmerecen la corbata azul celeste y el pañuelo del mismo color que asoma sobre el bolsillo exterior de su americana. Alfonso lanza opiniones gratuitas con la autoridad del gallito al que nadie le tose. Se queja del gobierno y de sus prohibiciones: que si después del tabaco van a prohibir el alcohol, que si en Cataluña ya han prohibido los toros... Mi subconsciente me trae a la memoria la recién aprobada ley antitabaco y mi instinto inquisidor enseguida comprueba que no hay ningún cenicero a mi alrededor. El silencio y algún comentario de María que no viene a cuento le otorgan la razón, se conocen muy bien.

Hago que me distraigo leyendo el periódico, pero observo de soslayo los movimientos de Alfonso. Está leyendo la prensa mientras remueve en el café una porra empapada en azúcar. Muy discretamente ha sacado de uno de sus bolsillos un pastillero y después de mirar a los lados de reojo, ha extraído un par de pastillas que ha engullido muy serio y sin pestañear. Las pastillas deben ser milagrosas porque ha recuperado el gesto y ha vuelto a lanzar una encuesta de opinión, esta vez sobre si jubilarse a los 67 es de izquierdas o de algún mal nacido que se jubilará mucho antes. María esta vez le ningunea con mucho estilo prometiéndole fundar un club de promesas políticas para que Alfonso arregle el mundo antes de que otros acaben con él.

El bar se anima con la llegada de dos familiares de María, un chico joven y un señor que bien podría ser su padre. Intuyo que son familiares por la confianza con que la besan tras pasar al otro lado del mostrador. María les prepara porras con café y les dice no se qué del pomo de una puerta. Ellos asienten con la cabeza sin prestarle mucha atención y María, en voz alta y con mucho retintín, proclama que en este país hay muchos técnicos, pero que ninguno quiere hacer nada. Yo sonrío sin levantar la vista de mi periódico y ella celebra en voz alta que le siga la corriente. El joven y su presunto padre no apartan la mirada de un diario deportivo, ni las manos de las porras.

Ahora entra un chico de tez morena, ojos pequeños y claros, y pelo cobrizo muy rizado, por su aspecto podría ser de Rumanía o de algún país del Este. Lleva una gorra roja, una chupa de piel bastante gastada y un chandal muy holgado. En el bolsillo del pantalón sobresale una cajetilla de tabaco de una marca poco conocida. Tiene las mejillas rojizas y una pelusilla mal afeitada que difumina sus mandíbulas. María se acerca a él y le mira fijamente a los ojos para visualizar mejor sus palabras. Habla muy bajito y con torpeza, sin sacar las manos de los bolsillos, pero entiende muy bien el español. La necesidad, que agudiza el ingenio y lo convierte en virtud, derriba cualquier frontera lingüística. Y la presencia de un café caliente y una buena copa, como la que le acaba de traer María, derriba fronteras como las que Alfonso está levantando con su mirada. Una mirada que está dirigiendo al chico por encima de sus gafas doradas, con la cabeza medio gacha, examinándole de arriba abajo como si le fuera a embestir. El chico de tez morena, que se llama Basile, está a lo suyo. Él no lidia en esa plaza, su batalla es otra.

Minutos más tarde entran 4 policías urbanos ataviados con sus gorras y uniformes reflectantes, relegando a un segundo plano el traje de pan de oro de Alfonso. A uno de los policías se le cae un guante y Basile, muy atento, se agacha para recogerlo y se lo da. El policía le da las gracias y Basile no puede reprimir una sonrisa infantil.

“Casa Nieves” se ha ido caldeando y estoy disfrutando de la lectura en buena compañía. Leo una entrevista en la que un conocido premio Nobel indio, acusado de machista e inhumano por algunos críticos, manifiesta que a él las embestidas de los demás le traen sin cuidado. Que él tiene como objetivo seguir su “dharme”, su destino, que no es otro que escribir lo que ve, y ver para escribir. Yo levanto la mirada buscando a Basile, pero ya no está.

Del techo del bar cuelgan tres ventiladores que pasarán desapercibidos hasta el verano, cuando las mesas que estén debajo sean las más buscadas. Entre la puerta de entrada y el gran ventanal hay una máquina tragaperras y otra expendedora de tabaco. Las autoridades presentes en el local no advierten que el tabaco y el juego perjudican gravemente a la salud. Pero gravan impuestos, que es lo más grave.

Han pasado casi dos horas desde que he empezado a ojear el periódico y la silla de madera ya está castigando mis posaderas. Pago la cuenta y antes de abandonar el local, decido pasar por el servicio. En medio del pasillo, antes de llegar, Basile está arreglando en silencio el pomo de una puerta. Una puerta que él ha conseguido abrir para que podamos seguir pasando, una puerta que otros se empeñaran en cerrar sin descanso. Basile también sigue su “dharme”, aunque nunca conseguirá un premio Nobel.

lunera
enero'11

domingo, 23 de enero de 2011

Notas de carretera

Es casi mediodía y un cielo arrugado, grumoso y cenizo eclipsa la vasta llanura. El viento barre la carretera por la que transita una procesión de luces pálidas. En una de las fincas una vaca pace tranquilamente. Cerca hay un cartel destartalado con restos de un anuncio de tabaco. La vaca levanta la cabeza cuando un coche se detiene en la cuneta y sin dejar de masticar, lo mira con curiosidad por encima de la valla. Del coche descienden una mujer flaca y dos niños pequeños muy pálidos. En el interior un hombre con el gesto serio sigue aferrado al volante con el motor en marcha. Mientras, la mujer y los niños avanzan hacia el cartel con la cabeza gacha, protegiéndose del polvo y de la tierra que el viento sigue levantando. La vaca les observa impasible, sigue masticando. Llegan al cartel y la mujer les pone a resguardo y les dice que no se muevan de allí hasta que vuelvan. Los niños se acurrucan en el suelo y asienten con la cabeza. No se miran, no dicen nada. La mujer regresa al coche y la vaca se da media vuelta para seguir pastando. El hombre del gesto serio reanuda la marcha cuando la mujer entra en el coche, no han intercambiado ninguna palabra, ninguna mirada. A la altura del cartel destartalado, la procesión de luces pálidas emite notas de carretera.
A los hijos de Gabriela les gusta jugar a adivinar el color de los coches que pasan de largo por delante del poblado. Pero desde hace dos días ella no les da permiso para alejarse de la chabola, y ha castigado al más pequeño sin salir de la estancia. Los dos hermanos mayores la están ayudado a controlar a los más pequeños, que protestan y patalean cuando ven a sus amigos irse sin ellos. Tampoco han entendido por qué su madre está tan triste, aunque alguno de ellos lo intuye.
- Mamá, ¿cuándo vendrán la Pauli y el Ubaldo? - pregunta con intención el cuarto de los ocho hermanos.
- Pronto, Antoñito, mu pronto. Pero hacerme caso, por el amor de Dios, hacerme caso - le respondió Gabriela con voz lánguida.
Gabriela lleva dos días sin dormir y tiene los ojos hinchados. Desde que Paulina y Ubaldo desaparecieron, su casa ha sido un hervidero de familiares, amigos y vecinos. De ellos ha recibido consuelo, aliento y muchos ánimos que han sido pasto de su soledad. Incluso los agentes de policía a los que ella de vez en cuándo abroncaba cuando registraban su chabola y le requisaban alguna ‘papelina’, se han mostrado muy atentos con ella. Ellos levantaron la denuncia la primera noche que los pequeños no durmieron en casa, y desde entonces han estado muy pendientes de ella y de su marido. Ramón, que tampoco ha pegado ojo, ha rastreado por su cuenta y con ayuda de los suyos todos los rincones. Pero ha vuelto a casa hundido y con las manos vacías, esta vez lo que buscaba no era chatarra.
Ramón y Gabriela no han autorizado a la policía para que cuelgue los carteles de “Se Busca” porque los ven como esquelas que abren las puertas al mal fario. Tampoco confían en las autoridades, están convencidos de que los cuerpos de élite y las fuerzas de orden público no fueron creados para ellos, y que sus dos pequeños no pasarán de cubrir algún expediente. Uno más en el obituario que no figura en ninguna guía turística y en el que se pierden historias macabras de robos, atracos y tráfico de estupefacientes. Ramón y Gabriela imploran constantemente a un Dios que ahora mismo se muestra ausente, y recurren a él porque si alguien puede hacer algo por ellos sin pedirle documentación ni credenciales, ése tiene que ser él.
Está anocheciendo en la vasta llanura.  La procesión de luces pálidas sigue emitiendo notas de carretera, pero en un compás más largo. El viento, que hace de sordina, ahora es frío y seco. La vaca sigue paciendo mientras los dos niños, muy pálidos, juegan a adivinar el color de los coches que pasan de vez en cuando.
- ¡Rojo! - exclama Paulina sin muchas ganas.
- ¡Blanco! - replica Ubaldo fijando la vista en el primer vehículo que asoma sus luces.
Un coche patrulla de la polícia disminuye el paso y se detiene cerca de ellos. Descienden dos agentes, un hombre y una mujer. La agente se acerca a los niños y les saluda cariñosamente. Están asustados y se acurrucan el uno contra el otro sin decir palabra. La miran muy fijamente y se encogen de miedo, están tiritando. La mujer intenta tranquilizarlos quitándose la gorra oficial y hablándoles de sus hijos. Mientras ella intenta distraerles, el agente informa a la central de que han hallado a dos menores que dicen llamarse Paulina y Ubaldo. Ahora estań más relajados y quieren jugar con el walkie-talkie. Antes de arrancar la agente pregunta a la pequeña:
- Paulina, ¿y qué habéis estado haciendo todo este tiempo? ¿Dónde habéis estado?
- Hemos estado con unos señores que nos recogieron cerca de casa y nos regalaron muchas cosas. Y que nos pusieron una inyección para no ponernos nunca enfermos -respondió señalándose con el dedo detrás la espalda-. Una para mí y otra para Ubaldo.
- ¿Sí?... ¡Qué bien! ¿Me dejas ver dónde te han puesto esa inyección?
Con mucho cuidado la agente le quitó el abrigo y le levantó el jersey. En uno de los costados, bajo un apretado vendaje y a la altura del riñón, confirmó que había una notable cicatriz bastante reciente. La agente abrazó a los pequeños y visiblemente emocionada, dijo a su compañero: “por favor, arranca y vámonos”.
A la altura del cartel destartalado, la procesión de luces pálidas dejó de emitir notas de carretera.

lunera
enero'11