Secciones

domingo, 14 de noviembre de 2010

Las botas de cordones


Pronto hará diez años que tengo treinta, y todavía no se qué ponerme. Los llevo vistiendo desde hace más de una década y, si por mi fuera, seguiría con ellos otros diez años más. Treinta y pocos al principio, treinta y muchos al final, los treinta siguen dando mucho juego. Quienes me preceden me animan a cruzar los cuarenta para vivir sin controles y sin complejos, pero los que me suceden me advierten que entrar en la "cuarentena" no tiene marcha atrás. No se qué me voy a regalar. 

Botitas de cordones. 
Uno de mis primeros regalos de cumpleaños fueron unas botitas. Mi madre siempre ha tenido muy claro que hasta los 3 años sólo botitas de cordones, para que ningún paso se torciera en mi camino. Le encantaban los zapatos de los niños, eran uno de sus temas favoritos en las charlas de mamás a la salida del colegio. Charlas que para nosotros eran un recreo extramuros y para ellas, probablemente también. Yo detestaba aquel marujeo cuando ellas pujaban al alza, sin escucharse, por destacar nuestras bondades. Me enrabietaba cuando me zumbaban los oídos por ser el niño bonito.

Por aquel entonces mi madre nos apartaba la ropa de los domingos, aquellos vestidos que ella confeccionaba para mi hermana y aquellos pantalones de tergal que ahora llevaba mi hermano y que antes había llevado yo. Y apenas llegaba la primavera, ya nos sacaba los pantaloncitos cortos - el aire fresco robustece las piernas - solía decir. Siempre me ha parecido que mi madre presumía de poner a sus niños de corto antes que nadie, y yo no lo llevaba nada bien, ponerme de corto el primero era como asumir ante el mundo que era más pequeño que los demás.

Para los días de diario mi madre nos hacía jerseys y chaquetas de punto. Nos llevaba a la tienda de lanas para escoger los colores y enseguida los tenía listos. Me parecía magia verla tan concentrada en sus dos agujas, contando los puntos, moviendo los dedos y tirando de la madeja de vez en cuando. Era como si estuviera escribiendo a máquina historias de lana que siempre llevaríamos puestas. 
Desde hace un tiempo mi madre ha vuelto a la salida de los colegios, pero de abuela no es lo mismo, ahora prefiere volver pronto a casa con mis sobrinas. También ha vuelto a hacer punto, porque le hemos dicho que lo echamos de menos.


Las Europa. 
Acabando mi niñez mis padres me hicieron el mejor regalo: unas auténticas Adidas Europa de caña alta. Con ellas ya podía pisar el Olimpo de aquellos dioses negros que jugaban tan bien al baloncesto. Antes de cada partido mi madre las untaba con grasa de caballo, y las frotaba con un trapo viejo y mucho esmero. Mis botas Europa tenían una piel suave y blanca curtida con mucho cariño. 

Aquellos eran años felices de desayunos con mi hermana, con Tintín y con Astérix y Obélix. Desayunos con tazones grandes de leche donde se ablandaron muchos trozos de pan duro, y en los que nunca faltaban aquellos cómics que me despertaban el apetito y que nunca me cansaba de releer. 

Las tardes eran las de una Barcelona industrial que se comenzaba a vestir de moderna, un bullicio de historias de gente trabajadora que discurría por sus calles. Entonces servían para intercambiar cromos y jugar al guá, patear botellas de plástico, tocar los timbres de los portales y echar a correr, saltar sobre un tablero de tiza en el suelo o sobre las espaldas de los amigos. Aquellas calles fueron mi patio favorito, hoy siguen en el mismo lugar pero con nuevos inquilinos. 

Por las noches nos recogíamos todos frente al televisor. Para cambiar de canal accionábamos a mi hermano pequeño - Alfonsito, pon la segunda a ver qué dan, anda - y él se acercaba al cajetín, se ponía de puntillas y apretaba el botón hasta el fondo. Mis hermanos y yo solíamos caer rendidos en el tresillo, y mi padre en una de las butacas. En la otra mi madre alargaba las horas del día y los bajos de los pantalones.   

   
Pisamierdas.
Aquella fiesta de cumpleaños había sido muy parecida a las anteriores. Mis padres estaban muy escarmentados de no acertar con los regalos y decidieron darme un dinero con el que, muy a su pesar, me compré mis pisamierdas marrones. Mi madre decía que aquellas botas eran de guarros, y mi padre, que no entendía de botas ni entendía a mi madre, decía que no era para tanto. Las pisamierdas eran botas de cordones con la piel vuelta, pero yo, como estaba del revés, siempre las vi mejor que las otras. 

Fue ponerme las pisamierdas y empezar a llenar de libros mi habitación para amueblar mi cabeza. Horas bajo la luz de un flexo tratando de descifrar los misterios de la física, de las matemáticas, de la electrónica y de las ondas electromagnéticas. Días simplificando el mundo con fórmulas complejas. Años preparando un futuro mejor desde aquella habitación.  

Eran los tiempos del rebelde sin causa, del discutir porque sí, de fulares y ropa ajustada, de caladas furtivas, de amores fugaces, de fiestas sin padres, de botellines y botellones, de cintas cassette, de ir descubriendo donde estaban los límites de la libertad. Tiempo de crisis y mala época para empezar a discutir con tu padre. Con aquellas pisamierdas recorrí los pasillos de la universidad, conseguí mi primera beca y puse rumbo a Madrid para empezar a valorar todo aquello que empezaba a dejar atrás.
Botas italianas.
El mismo que viste fulares y ropa ajustada, ahora calza unas botas italianas. Me las regaló una novia por mi treinta cumpleaños, uno de tantos. Ahora no acepto dinero y cuando soplo las velas ya nunca pienso en lo que no tengo.  

Con mis botas italianas he dado los pasos más firmes. Con ellas recorrí el mundo que conozco, salí del concesionario, firmé la hipoteca, y con ellas le dije sí a la mujer con la que quiero seguir caminando. Ellas también han visto crecer y han visto menguar mi familia.   

Pronto celebraré los cuarenta, y aunque no se qué ponerme, ya voy teniendo claro qué zapatos voy a comprarme

lunera
nov'10