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domingo, 13 de marzo de 2011

Por el cordón umbilical

Desde el momento en el que pusieron sobre su vientre a Lucía, pero no a David, Olivia supo que se pasaría toda la vida pendiente de él. Que toda aquella fuerza que estaba empezando a despertar en su interior era suya, pero no le pertenecía. Que en aquel parto ella también había vuelto a nacer.

Olivia había disfrutado de una infancia apacible y sin contratiempos en aquel Aranda de Duero de los años 40 que, como el resto de España, trataba de ponerse en pie tras los duros años de la posguerra. Ejerció de mayor de cinco hermanos con una mente demasiado despierta para una mujer de su tiempo. Le hubiera encantado escribir novela rosa como Corín Tellado o, mejor aún, ser locutora de radio como Maruja Cerezo, aquella pionera de La Voz de Valladolid (la emisora del Movimiento), pero estudió auxiliar de enfermería en el Hospital Clínico Universitario de Valladolid. Allí conocería a Eusebio, un enfermero bonachón con quien contrajo matrimonio a los 23. Con él formó un hogar en el que se sintió valorada muy por encima de lo que jamás había imaginado. 

Tuvo a su primer hijo Tomás dos años después de casarse, y dieciséis meses después trajo al mundo a Lucía y a David, unos gemelos que escribirían sus destinos en renglones muy distintos. Lucía salió a su madre, decidida y muy resuelta. Pero David no tuvo la misma suerte, ya que en el parto estuvo a punto de perder la vida. De hecho la perdió casi toda, su cerebro sufrió lesiones irreversibles que le condenarían a vivir en estado vegetativo el resto de sus días. David permanecería amarrado a su madre de por vida, aquel cordón umbilical que estuvo a punto de estrangularle, nunca dejó de presionar. 

Pero Olivia no quiso creer que la sentencia era en firme. Recorrió los pasillos de muchos hospitales y pasó largas noches bajo la luz del flexo devorando libros, informes y ensayos clínicos. En el despacho de su casa se amontonaron papeles, tazas con restos de café y preguntas sin respuesta. Se entrevistó con los mejores especialistas, e incluso acudió a la medicina alternativa. Pero todo fue en vano, las puertas que tanto le costaba abrir se iban cerrando una tras otra. Un día, uno de los médicos del hospital en quien más confiaba, se topó con ella en la cafetería y se asustó al verla tan demacrada y tan perdida. Se le acercó, y después de ella se sincerase la cogió de la mano y le dijo: "Olivia, David tiene una parálisis cerebral con cuadriplejía espástica que no tiene cura. Su córtex está muy dañado y nunca te verá, ni te oirá, ni caminará, ni llevará una vida medianamente normal. No tendrá capacidad para amar, aunque sí podrá responder a algún estímulo. En los años que le quedan de vida la medicina apenas avanzará. Es duro, pero David va a estar en un mundo distinto al nuestro y tú vas a ser su razón de ser. Vas a tener que cuidarte mucho y ser más fuerte que nunca, porque nadie podrá entender lo que tú tampoco serás capaz de explicar. Y no intentes buscar explicación a esto, porque no la hay. Cuídate Olivia, cuídate mucho."  

Con aquellas palabras Olivia dio portazo a las esperanzas con las que había querido alimentar a su hijo. Cayó de bruces en la cruda realidad y se levantó de inmediato para quererlo como sólo una madre es capaz. Pasó un par de años bajo tratamiento psicológico para superar la ansiedad y dejar atrás aquel sentimiento de culpabilidad que la acechaba. Adelgazó mucho y se abandonó otro tanto, envejeció muy rápido. Pidió una excedencia en el hospital. Y aunque tuvo que racionar el tiempo a sus hijos y a su marido, ellos nunca se lo reprocharon. Eusebio también redobló esfuerzos encadenando turnos y festivos para sacarles adelante. Con la misma determinación con la que salía cada mañana a trabajar, regresaba por la noche para acostar a sus hijos. Con la llegada de David, Olivia y Eusebio siempre estuvieron de guardia, pero nunca pudieron compartir turno, ni para juegos bajo las sábanas, ni para casi nada.

La rutina y las costumbres la ayudaron a domesticar aquella naturaleza tan cruel. Cada seis horas Olivia le cambiaba de posición para que no se le formaran escaras. Aunque David no pesaba mucho, solía estar tan rígido y ausente que ella tenía que ingeniárselas para moverle, a veces parecían dos yudocas forcejeando sobre la cama. Cada mañana Olivia se preocupaba de que David hiciera su tabla de ejercicios, para ella doblar y estirar aquellas piernas y aquellos brazos oxidados era peor que una sesión de gimnasio. Luego Olivia se encargaba de asearle a fondo. Le cambiaba el pañal y le frotaba con una esponja que solía humedecer en un barreño de agua templada con jabón. A David le encantaba el olor a limpio de aquel jabón, a Olivia también. Una vez por semana María, la masajista, acudía a su casa para destensar aquellos músculos agarrotados. Cuándo hundía sus dedos en aquel cuerpo retorcido, él cerraba los ojos y emitía unos gemidos casi imperceptibles. Si no fuera por las babas que dejaba sobre la almohada, se diría que estaba agonizando. Después Olivia le aplicaba una pomada entre las piernas, que ya se rozaban como las de unas tijeras, y le cortaba con mucho cuidado las uñas de los pies y de las manos. Olivia seguía aquellos rituales con devoción. David nunca se le quejó ni se lo agradeció, nunca añadió una arista más en su rostro tirante y desencajado.  

Como Olivia tenía que sacarse aquella presión de alguna manera, empezó a escribir un diario. En aquel cuaderno gris con el lomo dorado trató de pasar página a los malos momentos y en él celebró sus victorias domésticas. Aquel cuaderno sería durante mucho tiempo su confesionario.

Martes 2 de Febrero de 1955: "Querido diario, hoy David ha cumplido tres años y lo hemos celebrado dando el primer paseo con el carrito nuevo que por fin hemos adaptado. El esfuerzo ha merecido la pena, jamás le había visto tan contento. Lucía y Tomás no se han soltado del carrito ni un sólo momento. Al principio a David el sol le molestaba y escapaba de él, pero luego buscaba su calorcito. Le ha encantado que el aire fresco le acariciara la cara. Ha sido increíble, se ha excitado tanto que al final ha tenido convulsiones y se ha quedado frito. Lo peor la gente, es tan maleducada...Aunque en la calle no veo a ningún niño como David, estoy segura que los hay, tienen que tenerlos escondidos. Mañana vamos a repetir, se lo he prometido."

Durante el día Olivia le leía en voz alta algún fragmento del libro que tenía entre manos. Por la noche ella se sentaba al pie de la cama para cantarle algo. Aquello también se convirtió en una rutina, hasta el punto de que si a ella se le olvidaba, David se despertaría sobresaltado a media noche, sacudido por algún espasmo. Entonces ella le calmaría con un beso en la frente, y le contaría algún secreto al oído, como si pudiera entenderlo. Olivia muchas veces trató de acercar a David a su mundo, sin darse cuenta de que en realidad era ella quien debía asomarse al suyo.

Pero la naturaleza es tan sabia que cuando falla es capaz de rebelarse contra sí misma. David empezó a rechazar las ayudas y a intentar lesionarse. Ella no tuvo más remedio que atarle con correas a la cama, fijarle la sonda de las medicinas con vendajes especiales y ponerle un respirador nocturno para evitar una muerte silenciosa. Olivia inmovilizaba a su hijo en silencio y sin mirarle a los ojos, apretando las mandíbulas con inconscientemente. A Olivia le parecía estar cruzando una delgada línea roja que David había pintado para ella. Pero no era la única, había otras de tiza pintadas en el suelo que tampoco estaba viendo:

Viernes 23 de Abril de 1958, Olivia escribe: "Hoy Lucía me ha regalado un dibujo que ha hecho en el cole para el día de la madre. Ha pintado una casa grande y me ha dibujado dentro al lado de David, que está dormido en la cama. Ella y Tomás están junto a su padre, jugando fuera, en la calle. Como no he podido reprimir las lágrimas Lucía me ha preguntado si no me había gustado. Yo le he dicho que era el regalo más bonito que me habían hecho nunca, que lloraba de la emoción. Ella me ha secado las lágrimas con sus deditos y yo he seguido llorando abrazada a ella, como si hubiera regresado de un largo viaje. No puedo seguir escribiendo, por hoy he tenido bastante". 

Un día Olivia notó que David no se inmutó cuando ella corrió las cortinas. Al pasar la mano por delante de su cara, su mirada bizca ya no la buscó en la sombra. Olivia, por primera vez, dejó escapar unas lágrimas delante de él. Poco después, David empezó a dejar de oir. Desde entonces Olivia le cogía de las manos para dirigirse a él, se las apretaba fuerte para decirle que le quería y se las acariciaba cuando lo notaba nervioso. El cuerpo de David retrocedía en el tiempo buscando su posición fetal, como si quisiera volver a comenzar  sin dejar rastro. Pero no fue un regreso fácil. Las sesiones de María, que venía ya tres veces por semana, resultaban insuficientes. David sufría unos dolores horribles y Olivia se desesperaba cada vez que le aumentaba la dosis de morfina. El quirófano también pasó a formar parte de la rutina. Le intervinieron varias veces para destensar la atrofia muscular y le implantaron una prótesis ortopédica en la cadera y otra en el fémur para sujetar unos huesos cada vez más quebradizos. Más tarde tuvieron que restaurarle la mucosa del esófago, abrasada por el reflujo de un estómago que rechazaba la comida. Desde entonces se alimentaría siempre a través de una sonda. 

Viernes 6 de Julio de 1966, Olivia escribe: "Hoy ha venido la tía Encarna a visitar a los niños. Hacía mucho tiempo que no venía. Y aunque siempre me he llevado muy bien con ella, no sé si estoy contenta de que haya venido. Cuando ha visto a David he visto en su rostro y en sus ojos una expresión de horror que me ha estremecido. Lo ha intentado disimular, pero se ha dado cuenta demasiado tarde. Los tubos, las máquinas, el respirador, las correas, el suero, el color de su piel, su mirada fija... Dios mío, no se en qué momento he dejado de ver la línea que me marcó David, tengo la sensación de haberla dejado atrás hace mucho tiempo."
  
David falleció de muerte natural un año y medio después. Murió apoyado en el vientre de su madre, sin ofrecer resistencia. Se fue apagando lentamente como una vela. Olivia no llevó luto, "el luto se lleva por dentro y en silencio" -solía decir-, pero durante un tiempo se quedó tan a oscuras que le costó gran esfuerzo llenar aquel vacío. De eso se encargaría su familia, con ayuda de Eusebio, Tomás y Lucía, se fue recomponiendo. Con ellos su vida fue recuperando la 'otra' normalidad. Fueron los 'otros' mejores años de su vida. 

Se reincorporó al Hospital Clínico en la sección de maternidad, donde fue recibida por sus compañeros con mucho cariño. Enseguida volvió a ser aquella mujer servicial y discreta a la que todos buscaban cuando algo se complicaba. Eusebio transformó la habitación de David en un cuarto de invitados y se deshizo de los aparatos, medicinas y recuerdos que pudieran reabrir las heridas que estaban cicatrizando. Olivia recuperó el brillo en los ojos, volvió a maquillarse cada mañana y a ir a la peluquería del barrio una vez por semana. En su billetera siempre llevó una foto tamaño carnet de Tomás, otra de Lucía y un recorte de una foto de David que besaba todos los días antes de salir de casa.   

El tiempo puso muchas cosas en su sitio durante los siguiente once años, pero las brasas de un fuego intenso pueden reavivarse en cualquier momento. Un 22 de Enero de un mal día de invierno una mujer a punto de dar a luz ingresó de urgencia en el Hospital. El parto se complicó tanto que el bebé acabó falleciendo y la madre, que ni si quiera puedo verlo, se salvó de milagro. Cuando la mamá despertó y reclamó a su bebé, el médico que la atendió le contó lo que había sucedido. Le dijo que el feto había venido en mala posición y que había salido casi sin vida, que a pesar del esfuerzo no habían sido capaces de reanimarlo. La madre, totalmente fuera de sí, montó en cólera profiriendo gritos e insultos como si la estuvieran matando. Agitaba los brazos y las piernas presa de la locura, las enfermeras se vieron en apuros para reducirla. El marido, que había acudido en su ayuda, se contagió de aquella histeria y amenazó al cirujano y al cuerpo médico con acudir a los tribunales. Olivia, que había presenciado toda la escena, no fue capaz de calmarle. 

Una semana después se supo que la denuncia había prosperado y que los resultados de la autopsia habían revelado algún resultado extraño. La Policía acudió al Hospital para abrir una investigación y para interrogar al cuerpo médico. Los médicos declararon que el bebé vino al mundo en estado de muerte cerebral, con las constantes vitales muy mermadas. Olivia también prestó declaración. Explicó que aunque ella intentó reanimarle siguiendo el protocolo, no hubo nada que hacer. Olivia se mostró tranquila en todo momento, aunque un poco alterada por la solemnidad de la situación. 

Tres días después la Policía se personó en casa de Olivia con una orden judicial de registro. 
- Buenos días ¿es usted Olivia? - preguntó el Policía.
- Sí, soy yo.
- Verá, estamos haciendo una investigación y tengo una orden de registro del juez para inspeccionar su domicilio, si colabora no nos llevará mucho tiempo - dijo el Jefe de Policía  mostrando la orden del juez.. 
- Adelante, adelante - dijo ella titubeante mientras les dejaba pasar y se encogía de hombros buscando la mirada de su marido que aparecía al fondo del pasillo. 

Mientras dos agentes iniciaron el registro del domicilio, el Jefe de Policía se quedó conversando con ellos. Al cabo de unos minutos, uno de los agentes lanzó un voz de alerta indicando que había encontrado algo. En su mano traía un cuaderno gris, con el lomo dorado, abierto por la última página. 

Jueves, 22 de Enero de 1989. David, hoy vas a tener otro amiguito a tu lado. Es muy morenito y con mucho pelo. Ha venido de urgencias cuando estaba a punto de irme. El médico ha conseguido salvar a su mamá, pero al bebé lo ha visto muy mal. Mientras se lavaba las manos le he oído decir que el bebé tenía una parálisis cerebral severa, irreversible, que era una lástima. Le ha dictado la misma setencia que cumpliste tú. Por eso me acerqué a la matrona y le dije que me ocupaba de él. Y lo hice, ahora seguro que estará muy contento de conocerte. A la mamá no le he dicho nada porque como no te conoce, seguro que no lo entendería. Tú y yo lo sabemos muy bien.  Que descanséis.  

El Jefe de Policía se estremeció aún más cuando comprobó que en aquel diario había 15 relatos más. Estaban fechados desde Marzo de 1978 y parecían casos similares a los que estaban siendo investigados. Comprobó también que existían otros relatos más íntimos y personales, el último de ellos fechado el 2 de Diciembre de 1967. Mientras los policías examinaban su diario sin perder detalle, Olivia se apretaba las manos con fuerza buscando el cielo con su mirada. Eusebio, que permanecía a su lado, no entendía nada. Intuyó que Olivia le había estado ocultando algo serio y temió lo peor. 

Una vez que el Jefe de Policía comprobó que Olivia era la propietaria de aquel cuaderno, procedió a  su orden de arresto acusada de homicidio voluntario. Ella, visiblemente emocionada, no opuso ninguna resistencia. Le pidió a su marido que estuviera muy tranquilo, y que por favor no le dijera nada a los niños. Antes de que la metieran en el coche patrulla, Eusebio leyó en los labios de Olivia un emocionado "TE QUIERO".  

Meses más tarde, cuando el juez entró en aquella fría sala del Juzgado de Instrucción nº2 de lo Penal, todos los asistentes se pusieron en pie. El juez mandó sentar e informó a los letrados y a la acusada que, de conformidad a lo establecido por la Ley, se disponía a dictar sentencia. El juicio había despertado gran expectación en los medios por el impacto y la trascendencia de los hechos. Reporteros y cámaras de televisión procedentes de todos los rincones se agolpaban tras la línea que estaban dispuestos a rebasar en cualquier momento. 

Olivia estaba sentada en el banco de los acusados, al lado de su abogado. Estaba relativamente cómoda y se la veía tranquila. Detrás estaba su marido, alguna compañera del hospital, y unos pocos amigos. El resto eran caras desconocidas para ella, la mayoría simplemente curiosos. Tras el banco de la acusación se encontraban los padres del bebé fallecido, y un gran número de familiares y amigos. Respiraban aires de justicia y parecían tener muy claro que la sentencia no les iba a defraudar. De hecho, durante los careos y las citaciones previas se había hecho evidente que Olivia había causado la muerte voluntaria a 15 criaturas que habían nacido en el Hospital en estado crítico, todas ellas con parálisis cerebral aguda y un cuadro extremademente reservado. La acusada, que se declaraba culpable de los hechos, no había ocultado ningún dato ni se había mostrado arrepentida en ningún momento.

Antes de hacer pública la resolución, el juez le preguntó a Olivia si quería hacer alguna declaración. Ella, sin dudarlo, dijo que sí, que le gustaría leer una carta. El juez pidió permiso a la acusación, y la petición fue aceptada. Olivia se acercó al micrófono que tenía delante, desplegó la carta que llevaba preparada y con voz clara dijo:  

Tenías razón David, ahora más que nunca, lo sé. Y tenías motivos para tener razón, por eso estoy aquí. Cuando viniste al mundo me dijeron que tendría que ser muy fuerte para cuidar de ti, que nadie podría entender lo que yo tampoco sería capaz de explicar. Me dijeron que me cuidara, para cuidar de ti. Pero a ti nadie te preguntó, porque tú tampoco entendías ni eras capaz de explicar nada. Y yo tampoco te pregunté si querías que te cuidara. Me dejé llevar por el amor de madre, esa fuerza incombustible capaz de mover montañas que a veces es ciega, egoista y no sabe quedarse a un lado. 

¿Dónde estabas tú, mi amor, cuándo salía el sol para los demás?, ¿dónde estábamos los demás cuándo te retorcías de dolor todos los días?, ¿no era tu cara el espejo de nuestro alma?, ¿no era tu silencio sepulcral la respuesta a todas mis preguntas? David, te pido perdón por no saber que tú no estabas dónde yo pensaba, que en realidad tú fuiste en parte producto de nuestra imaginación. Te pido perdón en mi nombre y en el de todos los que, más por suerte que por desgracia, nunca te entenderán.  

¿Cuándo dejaremos de consolarnos criticando a ese Dios en el que no creemos?, ¿cuándo nos quitaremos la venda que nos amordaza la razón?, ¿en qué momento nos daremos cuenta de que vida y muerte dignas son variables de la misma ecuación?  David, te pido perdón por no escucharte y por no quererte dar lo que hubiera deseado para mí .

Que ningún juez declare mi inocencia por haberte hecho cumplir una condena de la que sólo yo, como madre, soy culpable. Que nadie me levante la pena por haberte obligado a trabajos forzados. Que nadie me libere de este amor privado en ninguna celda. Que nunca deje de arrastrar tu cordón umbilical, mi amor.
Con aquellas palabras escritas de su puño y letra, frente a aquel micrófono, Olivia quedó lista para la sentencia.

lunera
febrero'11

El ‘Dharme’ de Basile

Busco un café con leche en vaso muy caliente para rodearlo con mis manos heladas. A ser posible en un sitio tranquilo y limpio, sobre una mesa de bar de las de toda la vida. Así es el paraíso terrenal de mis mañanas de domingo, el escenario perfecto para desvestir sin prisas el dominical que llevo bajo el brazo, deshojar sus páginas salmón y suplementos, pasar revista a la revista y despojarlo de planfletos, coleccionables y resto de bisutería informativa. Pero no es fácil: es muy temprano, los escasos bares que ya han iluminado sus rótulos están atestados de jóvenes trasnochados, y hace un frío que no entiende de paraísos terrenales bajo cero.

Camino a buen ritmo y sin rumbo fijo, pero no tengo prisa porque me encanta este frío seco de invierno que activa la mente y convierte la piel en porcelana. Me gusta la soledad de las madrugadas heladas, antes de que llegue el alba. Y me gusta que el tiempo esté parado para mí, mientras sigue corriendo para el resto que duerme.
Sin apenas tiempo para impacientarme aparece “Casa Nieves”, un bar con un nombre muy bien escogido para la ocasión, que hace un rato se estaba despertando pero que ya tiene las persianas arriba. Cruzo la puerta y deduzco que soy el primer cliente de la mañana, ya que no hay signos de vida ni delante ni detrás del mostrador. Mientras espero que alguien me atienda examino el local sin disimulo. Tiene un aire de zaguán andaluz, amplio, alegre y acogedor. Las paredes están revestidas de azulejos moriscos hasta media altura, con figuras geométricas en azul cobalto y albero; por encima un buen surtido de cuadros colocados con esmero, como en una exposición. Oigo ruidos al fondo, pero no aparece nadie. En la pared principal, frente a la puerta, destaca un mosaico que dice “Premio Engalanamiento Portadas 1987”, a su alrededor láminas y grabados antiguos, la mayoría de ellos son paisajes serranos en blanco y negro. Las mesas, cuadradas y no muy grandes, guardan fila como en un damero. Las sillas son de madera y con el respaldo curvo, como a mí me gustan. Sigo oyendo ruidos, vienen de la cocina. En la pared del fondo, frente al mostrador, la mirada se pierde en el hueco que deja una escalera con balustrada de madera. En el primer rellano hay un espejo de cristal con una flecha apuntando hacia arriba que dice “Restaurante”.

De pronto se abre la puerta de vaivén de la cocina y aparece una señora mayor con un delantal de volantes. Me dirige una sonrisa dulce y agradable. Lleva el pelo recogido y la cara limpia, sin apenas maquillaje. Me mira a los ojos con confianza, como si me conociera, y me da los buenos días disculpándose por la espera. El tono de voz y la delicadeza con la que inclina ligeramente la cabeza me dicen que he dado con la cafetería que andaba buscando. Le devuelvo la sonrisa sin esfuerzo y le pido un café con leche en vaso muy caliente. Luego me dirijo a una de las mesas del fondo y tomo asiento sin quitarme la chaqueta, porque no me sobra.

Con las manos todavía entumecidas comienzo a ojear el periódico. De vez en cuando levanto la cabeza para ver si está listo el café, aunque estoy convencido que ella me lo acercará. Desde  la mesa veo más cuadros sobre el mostrador, la mayoría son de toreros y de figuras ilustres. Destaca una foto de Manolete y otra de Lina Morgan, con dedicatoria. Tras el mostrador, alrededor de la máquina de café reluciente, carteles que anuncian las especialidades de la casa: “Callos a la madrilena”, “Torreznos” y “Croquetas caseras”. La señora está vaporizando la leche, el gorjear de la cafetera me tranquiliza y me hace entrar en calor.

Entran dos personajes muy abrigados, un señor muy engalanado y otro con vestimenta más discreta. El intercambio afectuoso de saludos desvela sus identidades: él señor elegante se llama Alfonso y el otro Tomás, la señora que me está trayendo el café es María.
Tomás enseguida se acomoda y se concentra en su periódico, pero Alfonso prefiere pavonearse con parsimonia derrochando gestos y sonrisas de “todo-un-caballero”. Llaman la atención los dos anillos que luce en sus manos, el reloj y la montura dorada de sus gafas, y el escudito que luce en la solapa. Me recuerda esos retablos barrocos empapados en pan de oro. Tampoco desmerecen la corbata azul celeste y el pañuelo del mismo color que asoma sobre el bolsillo exterior de su americana. Alfonso lanza opiniones gratuitas con la autoridad del gallito al que nadie le tose. Se queja del gobierno y de sus prohibiciones: que si después del tabaco van a prohibir el alcohol, que si en Cataluña ya han prohibido los toros... Mi subconsciente me trae a la memoria la recién aprobada ley antitabaco y mi instinto inquisidor enseguida comprueba que no hay ningún cenicero a mi alrededor. El silencio y algún comentario de María que no viene a cuento le otorgan la razón, se conocen muy bien.

Hago que me distraigo leyendo el periódico, pero observo de soslayo los movimientos de Alfonso. Está leyendo la prensa mientras remueve en el café una porra empapada en azúcar. Muy discretamente ha sacado de uno de sus bolsillos un pastillero y después de mirar a los lados de reojo, ha extraído un par de pastillas que ha engullido muy serio y sin pestañear. Las pastillas deben ser milagrosas porque ha recuperado el gesto y ha vuelto a lanzar una encuesta de opinión, esta vez sobre si jubilarse a los 67 es de izquierdas o de algún mal nacido que se jubilará mucho antes. María esta vez le ningunea con mucho estilo prometiéndole fundar un club de promesas políticas para que Alfonso arregle el mundo antes de que otros acaben con él.

El bar se anima con la llegada de dos familiares de María, un chico joven y un señor que bien podría ser su padre. Intuyo que son familiares por la confianza con que la besan tras pasar al otro lado del mostrador. María les prepara porras con café y les dice no se qué del pomo de una puerta. Ellos asienten con la cabeza sin prestarle mucha atención y María, en voz alta y con mucho retintín, proclama que en este país hay muchos técnicos, pero que ninguno quiere hacer nada. Yo sonrío sin levantar la vista de mi periódico y ella celebra en voz alta que le siga la corriente. El joven y su presunto padre no apartan la mirada de un diario deportivo, ni las manos de las porras.

Ahora entra un chico de tez morena, ojos pequeños y claros, y pelo cobrizo muy rizado, por su aspecto podría ser de Rumanía o de algún país del Este. Lleva una gorra roja, una chupa de piel bastante gastada y un chandal muy holgado. En el bolsillo del pantalón sobresale una cajetilla de tabaco de una marca poco conocida. Tiene las mejillas rojizas y una pelusilla mal afeitada que difumina sus mandíbulas. María se acerca a él y le mira fijamente a los ojos para visualizar mejor sus palabras. Habla muy bajito y con torpeza, sin sacar las manos de los bolsillos, pero entiende muy bien el español. La necesidad, que agudiza el ingenio y lo convierte en virtud, derriba cualquier frontera lingüística. Y la presencia de un café caliente y una buena copa, como la que le acaba de traer María, derriba fronteras como las que Alfonso está levantando con su mirada. Una mirada que está dirigiendo al chico por encima de sus gafas doradas, con la cabeza medio gacha, examinándole de arriba abajo como si le fuera a embestir. El chico de tez morena, que se llama Basile, está a lo suyo. Él no lidia en esa plaza, su batalla es otra.

Minutos más tarde entran 4 policías urbanos ataviados con sus gorras y uniformes reflectantes, relegando a un segundo plano el traje de pan de oro de Alfonso. A uno de los policías se le cae un guante y Basile, muy atento, se agacha para recogerlo y se lo da. El policía le da las gracias y Basile no puede reprimir una sonrisa infantil.

“Casa Nieves” se ha ido caldeando y estoy disfrutando de la lectura en buena compañía. Leo una entrevista en la que un conocido premio Nobel indio, acusado de machista e inhumano por algunos críticos, manifiesta que a él las embestidas de los demás le traen sin cuidado. Que él tiene como objetivo seguir su “dharme”, su destino, que no es otro que escribir lo que ve, y ver para escribir. Yo levanto la mirada buscando a Basile, pero ya no está.

Del techo del bar cuelgan tres ventiladores que pasarán desapercibidos hasta el verano, cuando las mesas que estén debajo sean las más buscadas. Entre la puerta de entrada y el gran ventanal hay una máquina tragaperras y otra expendedora de tabaco. Las autoridades presentes en el local no advierten que el tabaco y el juego perjudican gravemente a la salud. Pero gravan impuestos, que es lo más grave.

Han pasado casi dos horas desde que he empezado a ojear el periódico y la silla de madera ya está castigando mis posaderas. Pago la cuenta y antes de abandonar el local, decido pasar por el servicio. En medio del pasillo, antes de llegar, Basile está arreglando en silencio el pomo de una puerta. Una puerta que él ha conseguido abrir para que podamos seguir pasando, una puerta que otros se empeñaran en cerrar sin descanso. Basile también sigue su “dharme”, aunque nunca conseguirá un premio Nobel.

lunera
enero'11

domingo, 23 de enero de 2011

Notas de carretera

Es casi mediodía y un cielo arrugado, grumoso y cenizo eclipsa la vasta llanura. El viento barre la carretera por la que transita una procesión de luces pálidas. En una de las fincas una vaca pace tranquilamente. Cerca hay un cartel destartalado con restos de un anuncio de tabaco. La vaca levanta la cabeza cuando un coche se detiene en la cuneta y sin dejar de masticar, lo mira con curiosidad por encima de la valla. Del coche descienden una mujer flaca y dos niños pequeños muy pálidos. En el interior un hombre con el gesto serio sigue aferrado al volante con el motor en marcha. Mientras, la mujer y los niños avanzan hacia el cartel con la cabeza gacha, protegiéndose del polvo y de la tierra que el viento sigue levantando. La vaca les observa impasible, sigue masticando. Llegan al cartel y la mujer les pone a resguardo y les dice que no se muevan de allí hasta que vuelvan. Los niños se acurrucan en el suelo y asienten con la cabeza. No se miran, no dicen nada. La mujer regresa al coche y la vaca se da media vuelta para seguir pastando. El hombre del gesto serio reanuda la marcha cuando la mujer entra en el coche, no han intercambiado ninguna palabra, ninguna mirada. A la altura del cartel destartalado, la procesión de luces pálidas emite notas de carretera.
A los hijos de Gabriela les gusta jugar a adivinar el color de los coches que pasan de largo por delante del poblado. Pero desde hace dos días ella no les da permiso para alejarse de la chabola, y ha castigado al más pequeño sin salir de la estancia. Los dos hermanos mayores la están ayudado a controlar a los más pequeños, que protestan y patalean cuando ven a sus amigos irse sin ellos. Tampoco han entendido por qué su madre está tan triste, aunque alguno de ellos lo intuye.
- Mamá, ¿cuándo vendrán la Pauli y el Ubaldo? - pregunta con intención el cuarto de los ocho hermanos.
- Pronto, Antoñito, mu pronto. Pero hacerme caso, por el amor de Dios, hacerme caso - le respondió Gabriela con voz lánguida.
Gabriela lleva dos días sin dormir y tiene los ojos hinchados. Desde que Paulina y Ubaldo desaparecieron, su casa ha sido un hervidero de familiares, amigos y vecinos. De ellos ha recibido consuelo, aliento y muchos ánimos que han sido pasto de su soledad. Incluso los agentes de policía a los que ella de vez en cuándo abroncaba cuando registraban su chabola y le requisaban alguna ‘papelina’, se han mostrado muy atentos con ella. Ellos levantaron la denuncia la primera noche que los pequeños no durmieron en casa, y desde entonces han estado muy pendientes de ella y de su marido. Ramón, que tampoco ha pegado ojo, ha rastreado por su cuenta y con ayuda de los suyos todos los rincones. Pero ha vuelto a casa hundido y con las manos vacías, esta vez lo que buscaba no era chatarra.
Ramón y Gabriela no han autorizado a la policía para que cuelgue los carteles de “Se Busca” porque los ven como esquelas que abren las puertas al mal fario. Tampoco confían en las autoridades, están convencidos de que los cuerpos de élite y las fuerzas de orden público no fueron creados para ellos, y que sus dos pequeños no pasarán de cubrir algún expediente. Uno más en el obituario que no figura en ninguna guía turística y en el que se pierden historias macabras de robos, atracos y tráfico de estupefacientes. Ramón y Gabriela imploran constantemente a un Dios que ahora mismo se muestra ausente, y recurren a él porque si alguien puede hacer algo por ellos sin pedirle documentación ni credenciales, ése tiene que ser él.
Está anocheciendo en la vasta llanura.  La procesión de luces pálidas sigue emitiendo notas de carretera, pero en un compás más largo. El viento, que hace de sordina, ahora es frío y seco. La vaca sigue paciendo mientras los dos niños, muy pálidos, juegan a adivinar el color de los coches que pasan de vez en cuando.
- ¡Rojo! - exclama Paulina sin muchas ganas.
- ¡Blanco! - replica Ubaldo fijando la vista en el primer vehículo que asoma sus luces.
Un coche patrulla de la polícia disminuye el paso y se detiene cerca de ellos. Descienden dos agentes, un hombre y una mujer. La agente se acerca a los niños y les saluda cariñosamente. Están asustados y se acurrucan el uno contra el otro sin decir palabra. La miran muy fijamente y se encogen de miedo, están tiritando. La mujer intenta tranquilizarlos quitándose la gorra oficial y hablándoles de sus hijos. Mientras ella intenta distraerles, el agente informa a la central de que han hallado a dos menores que dicen llamarse Paulina y Ubaldo. Ahora estań más relajados y quieren jugar con el walkie-talkie. Antes de arrancar la agente pregunta a la pequeña:
- Paulina, ¿y qué habéis estado haciendo todo este tiempo? ¿Dónde habéis estado?
- Hemos estado con unos señores que nos recogieron cerca de casa y nos regalaron muchas cosas. Y que nos pusieron una inyección para no ponernos nunca enfermos -respondió señalándose con el dedo detrás la espalda-. Una para mí y otra para Ubaldo.
- ¿Sí?... ¡Qué bien! ¿Me dejas ver dónde te han puesto esa inyección?
Con mucho cuidado la agente le quitó el abrigo y le levantó el jersey. En uno de los costados, bajo un apretado vendaje y a la altura del riñón, confirmó que había una notable cicatriz bastante reciente. La agente abrazó a los pequeños y visiblemente emocionada, dijo a su compañero: “por favor, arranca y vámonos”.
A la altura del cartel destartalado, la procesión de luces pálidas dejó de emitir notas de carretera.

lunera
enero'11

domingo, 26 de diciembre de 2010

Pero nunca más

Andrés estaba llegando a casa cargado con bolsas del supermercado cuando sonó su móvil. Vaciló unos instantes antes de detenerse, dejó en el suelo parte de la carga y se dio prisa en responder para no perder la llamada:
- ¿Sí, dígame? 
- Hola, buenas tardes, ¿eres Andrés? -  preguntó una voz femenina en tono sereno. 
- Sí, soy yo, ¿quien es?
- Verás, soy Esther, una amiga de Lucía, ¿te pillo bien? ... - dijo ella forzando un silencio que intuía necesario. 
- ... ¿eh?, ¿Lucía?, ¿qué Lucía? - respondió Andrés titubeante y medio aturdido.
- Lucía... -la voz femenina hizo de nuevo un silencio tras pronunciar aquel nombre, como si el silencio fuera un apellido secreto- Una amiga tuya que me pidió que contactara contigo -matizó Esther. 
- ¡Ah, sí... Lucía! -dijo Andrés mientras se recomponía y dejaba en el suelo el resto de las bolsas- ¿ha pasado algo? -preguntó presagiando alguna cosa rara.
- Pues sí, lo siento mucho pero tengo que darte muy malas noticias. Lucía falleció la semana pasada-. Esther dejó caer la noticia en un tono muy calmado. -Llevaba una temporada muy malita y el martes pasado nos dijo adiós - añadió con mucho tiento. 
- ¡Dios mío, no puede ser, no me lo puedo creer, me dejas helado...! - respondió Andrés visiblemente afectado.
- Yo tampoco lo he asimilado, éramos íntimas amigas desde hace años. Pero la vida a veces es así de injusta. En sus últimos días, todavía lúcida, me pidió que llegado este momento hablara contigo y te entregará algo muy personal. Por eso te llamo.
- No sé que decir, me tiemblan las piernas, ¡no puede ser! -exclamó Andrés llevándose las manos a la cabeza. -Disculpa, ¿cómo has dicho que te llamas?    
- Esther, me llamo Esther. Supongo que se trata de un golpe bastante duro para ti...Yo conocía lo vuestro casi desde el principio, Lucía y yo no teníamos secretos. Sé que eras alguien muy importante para ella... En fin, cuando estés un poco más tranquilo me llamas y quedamos un día de estos, ¿te parece?
- Sí, claro, por supuesto -dijo Andrés fuera de sí-. Ahora mismo no sé ni dónde estoy, deja que lo asimile un poco mejor y te devuelvo la llamada, muchas gracias por avisarme.

Andrés se quedó paralizado en mitad de la calle, con el móvil en la mano y la mirada perdida en ninguna parte rodeado de bolsas llenas de compra. Tenía el rostro y el alma desencajados. En los últimos meses, desde que Andrés perdió el contacto con Lucía, él la había estado buscando por todas partes, rastreando cualquier pista que le permitiera dar con ella. Encontrarla se había convertido en algo más que una ilusión o un deseo, la esperanza de volver a verla era lo que estaba moviendo su vida y Andrés se estaba empezando a dar cuenta en ese mismo momento.   

Al día siguiente Andrés contactó con Esther para quedar aquella misma tarde, se citaron en una céntrica cafetería de Madrid. Él llegó con casi media hora de adelanto, pidió un café y la esperó empalmando un cigarrillo tras otro sin parar de darle vueltas a la cabeza. Tenía un gesto serio y cansado, los ojos hinchados y un aspecto bastante desaliñado. Esther llegó puntual, enseguida localizó la mesa donde él le había indicado que la estaría esperando: 

- Hola, ¿qué tal?, ¿eres Andrés, verdad? - saludó Esther extendiéndole la mano
- Sí, soy yo -le respondió él incorporándose.
La verdad es que no se por dónde comenzar-. Ella tomó asiento con él y pidió un café con leche al chico de la barra. - Ha sido todo tan rápido y tan duro que esto me resulta un poco violento, la verdad… ¿pero tú?, ¿tú como estás?
- Pues ya ves, si tú no lo has asimilado, imagínate yo que llevaba tanto tiempo sin saber nada de ella. Por más vueltas que le doy todavía no me puedo creer que estemos hablando de la misma persona, Lucía siempre me juró y me perjuró que lo nuestro no lo sabía nadie. Era muy estricta con ese tema. Y sin embargo aquí estamos hablando de eso, como si tal cosa. Es como si alguien hubiera arrancado una hoja de mi diario y hubiera dejado a la vista las costuras-. Andrés aplastaba la colilla sobre el fondo del cenicero con insistencia mientras espiraba los restos de la última calada.
- No te preocupes, te entiendo, pero puedes confiar en mí, te aseguro que nadie más lo sabe-. Esther le miraba sin pestañear con el semblante serio. - Lucía y yo éramos como hermanas.
- No se, supongo que sería así -dijo él sin parecer del todo convencido-. Yo siempre he confiado en su palabra. Lo tenía todo, era una mujer arrebatadora, fascinante, misteriosa. Hay personas que nacen con ese duende, con ese don supremo para atraer a la gente. Pero también es verdad que ella siempre fue muy clara conmigo y cumplió a rajatabla nuestro pacto: sexo y diversión. Quizá porque yo no me conformaba con lo mismo a menudo tuve la sensación de ser un títere en sus manos.

Andrés hizo una pausa cuando vio llegar al camarero con el café de Esther. Esperó pacientemente a que lo sirviera y a que se alejara antes de continuar:
 - De todos modos reconozco que ella era mucho más madura que yo. Y no lo digo porque me sacara 10 diez años o porque viviera como una reina en un nivel de vida que yo no me podía permitir, eso nunca me asustó. Es que Lucía era una mujer de los pies a la cabeza y yo, ingenuo de mí, siempre estuve convencido de que acabaría rendida en mis brazos. 
- Pues debes saber que Lucía te adoraba -le interrumpió Esther sacudiendo la cucharilla de café en el borde de la taza-. Ella te admiraba, le encantaba tu sonrisa, tu voz varonil, tu juventud, tus ganas de vivir. Un día me confesó que cuando tú te quedabas dormido, ella fantaseaba con retroceder en el tiempo para verse joven y sin ataduras cuando tú despertaras. Pero también debo decirte que lo vuestro no tenía ninguna posibilidad, Lucía adoraba a su marido y a sus hijos y, aunque nunca me lo confesó, creo que incluso tenía miedo de que llegaras a cansarte.
- ¿Cansarme yo de ella? ¡Dios mío, eso sí que no! -exclamó Andres. - Durante mucho tiempo lo nuestro fue sólo sexo, sexo furtivo y descontrolado, porque eso es lo que ella quería. Pero dos años de relación clandestina es mucho tiempo y yo últimamente ya no lo llevaba tan bien. Hace menos de un año tuvimos una bronca bastante gorda, no sé si llegó a contártelo. Yo estaba cansado y le propuse tener otro tipo de relación, por mucho que cambiábamos de hotel me sentía asfixiado, necesitaba algo más, cualquier cosa, un paseo, un café. Pero no hubo manera, ella se puso como una fiera. Nos vimos un par de veces más y de repente desapareció, como si se la hubiera tragado la tierra.
- Sí, fue justo cuando le diagnosticaron el tumor -interrumpió Esther- le dieron seis meses de vida que ella ha estado dedicando en exclusiva a su familia y a su enfermedad, creo que ahí está la explicación.
- Ya ves, yo no tenía ni idea, ella nunca me comentó nada. La de veces que la maldije y la de veces que he estado a punto de cometer algún disparate. En los últimos tiempos he intentado seguirle la pista, he indagado en todos los hoteles en los que quedábamos, he frecuentado los sitios que alguna vez ella me había mencionado, he preguntado en sus boutiques favoritas, la he buscado por tierra, mar y aire, pero nada. Y aún así, hasta hoy no había tirado la toalla.
- Pues no te molestes más porque por desgracia ella ya sólo va a estar con nosotros en el recuerdo, y es mejor que su familia y sobre todo sus hijos nunca sepan nada de esto -dijo Esther en tono condescendiente-. Andrés, tengo que marcharme, pero antes quiero dejarte una nota que Lucía me pidió que te entregara personalmente, la escribió poco antes de morir.

Andrés cogió el sobre titulado "Para Andrés", lo abrió con torpeza y sacó de su interior una nota cuidadosamente doblada que sostuvo unos segundos entre sus manos temblorosas. Lanzó un suspiro antes de desplegarla y empezó a leerla en silencio. Esther vió como los ojos de Andrés se empapaban recorriendo aquellas líneas manuscritas y como basculaban sus lágrimas en cada nuevo renglón. Al llegar al final Andrés no pudo reprimirse y rompió a llorar como un niño. Esther le cogió de la mano y trató de consolarle en vano. No hubo más palabras hasta que pasados unos minutos, se pudo calmar. Él pidió la cuenta, pagó, y los dos se despidieron en la calle con un cálido abrazo. Andrés tenía la sensación de haber vivido un sueño muy profundo y que en cualquier momento Lucía volvería a aparecer.

Cuando Esther dobló la esquina, sacó el móvil de su bolso, hizo una llamada y sin apenas aliento dijo: "¿Lucía? …..... Sí, ya está ....... ha sido muy duro, pero nunca más". 

lunera
dic'10

El sitio de mi recreo.


Cuando con los ojos cerrados apenas puedes contener una ilusión, no tienes más que abrirlos para que ésta se abra paso. Esto es lo que me pasó recién cumplidos los 25 cuándo decidí buscar un lugar donde levantar mi palacio, un castillo donde mantenerme a salvo, una guarida para mis amigos o una segunda piel para alguien más. No buscaba un piso, buscaba un sitio para mi recreo.

Quería dejar atrás aquel piso de estudiantes de Alcobendas, los búhos de madrugada desde Plaza Castilla, mi segundo estante de la nevera, las esperas por entrar al baño, las fiestas en casas ajenas y la sensación de proletario gris y rancio en una casa hueca. No quería más broncas estúpidas con aquellos amigos extraños.

En mi horizonte se dibujaba Madrid, mil caminos por recorrer y mucha gente por descubrir. Me moría por escribir las primeras páginas de mi historia sin seguir ningún dictado. De vez en cuando, cuando las cosas se tienen tan claras, el universo parece conspirar a tu favor: un amigo recién llegado a Madrid nos comentó que en 15 días necesitaba encontrar piso en Alcobendas, "quédate con mi habitación Ferran" - le comenté sin bacilar - "yo quiero irme al centro, a Madrid".  

Aquel mismo fin de semana inicié la aventura, empecé a estampar círculos en la sección de viviendas del periódico y a concertar las primeras visitas. Fueron diez días trepidantes para salir del cascarón y aprender a volar.   

A pesar de que no llevaba ni un año en la capital, tenía muy claro que mi próxima parada sería Gran Vía. En aquella calle parecía desembocar medio Madrid y media vida. De día me impresionaban sus edificios majestuosos, sus grandes almacenes, y sobre todo aquel trasiego ecléctico de gentes y culturas. De noche, mientras la Gran Vía se desmaquillaba, me quedaba sin palabras viendo desfilar bajo las luces de neón lo mejor y lo peor de la jungla urbana: parejas y parejitas, personajes solitarios, maleantes, putas, maderos, borrachos y gente fascinada como yo. 

Visité muchos apartamentos, entre ellos uno pequeñísimo en la calle Hortaleza que en el anuncio habían bautizado como "loft", y que resultó ser interesante, pero no tenía luz natural. "Al no dar a la calle es muy tranquilo y no gasta nada en calefacción ", comentó la casera. 

Aquel mismo día de regreso a casa descubrí un cartel de "Se alquila" en el número 65 de la calle Valverde. Tuve un presentimiento y no quise dejarlo enfriar.

- ¿Sí?, ¿hola? - dijo una voz dulce por el interfono del número 65 de la calle Valverde  
- Hola, buenas tardes, llamo por el anuncio de alquiler que estoy viendo en el portal ¿podría  subir a verlo? -  pregunté con cierto nerviosismo.
- Tras unos instantes de silencio un zumbido accionó la puerta de entrada y un - "Suba, puede usted subir" - me accionó a mí para entrar.

Subí hasta el último piso de aquel viejo edificio, localicé el portal y respiré hondo antes de pulsar el timbre. En el interior se oyeron unos tímidos ladridos que alertaban de mi presencia y segundos después se abría la puerta del 5º D. 

- Buenas tardes, me llamo Miguel - le dije a la mujer que se asomaba por detrás de la puerta. 
- Hola, adelante, pase, pase, yo soy Ángeles -respondió ella esbozando una cumplida sonrisa-. Y no se preocupe por el perro, que no hace nada -añadió mientras se inclinaba para coger en sus brazos aquel chihuahua escandaloso-. Ha tenido usted suerte porque Norma y yo acabamos de llegar hace un ratito de dar un paseo. 

Según iba recorriendo aquellos escasos 65 metros cuadrados, mi corazón se aceleraba. Me enseñó el salón, acogedor y muy luminoso, el baño, dos habitaciones bastante aceptables, una cocina espaciosa y una terraza llena de plantas desde la que se podía contemplar un precioso collage de tejados y chimeneas castizos. Allí estaba el sitio de mi recreo con el que tanto había soñado: una cueva para mi soledad, un tejado para mis amigos, un rincón para el acuario, un lugar para mis libros y plantas, para caminar descalzo, para montar mis fiestas y para dormir con quien quisiera, para tomar el sol en pelotas...

Antes de abordar el trato empezamos a preparar el terreno. 
- Me recuerdas mucho mis inicios de cuando llegué a Madrid - comentó ella. Por entonces yo tenía muchos sueños y una larga carrera por delante. Yo he sido cantante de ópera, ¿sabes? he cantado en coros y he recorrido medio mundo. Pero ha llegado el momento de volver con mi familia canaria, es tiempo de estar más con ellos.
- ¡Qué maravilla!, yo adoro la música y me encanta viajar. Se nota que usted ha tenido una vida muy intensa, no hay más que oirla hablar - añadí devolviéndole la pelota.
La negociación se alargó bastante. Al principio nada hacía presagiar un acuerdo, nuestros puntos de partida estaban muy distantes y ninguno de los dos lo veía claro. Quizá por esa razón  fuimos dejando la negociación en un segundo plano y comenzamos a charlar, sin gran esfuerzo y sin mirar al reloj. Hablamos de nuestros orígenes y de nuestros aterrizajes en Madrid, de algunas manías y de otros temas mundanos. Yo noté que le caía bien, y creo que ella también notó lo mismo en sentido contrario. Estábamos pasando un buen rato, así que no me costó ningún esfuerzo aprovechar unos tentadores segundos de improvisado silencio para retomar el tema y lanzarle mi última oferta. Le propuse el precio máximo que podía pagar y la miré fijamente a los ojos para que escuchara a través de los míos. Ángeles vaciló unos instantes y sin disimular su satisfacción dictó sentencia:
- Bueno Miguel, como parece que le has caído bien a Norma el piso es tuyo, me harás el ingreso todos los días 2 de cada mes, y mañana me avanzarás dos meses en concepto de señal, que yo prepararé el contrato. Y ahora ya puedes tutearme y darme un beso antes de que me arrepienta. 

Al día siguiente le pagué los dos meses de fianza, le avancé el pago del primer mes y firmé el contrato que había preparado para entregarme el piso a la semana siguiente. La casera me entregó dos juegos de llaves y nos despedimos con mucho afecto. El universo estaba a punto de conspirar a mi favor, por fin lo había conseguido.
Y llegó el día del gran estreno. Una semana después, con una furgoneta llena de cajas frente al número 65 de la calle Valverde, no conseguí que ninguna de las llaves abriera la puerta del 5ºD. Unos minutos después estaba en la comisaría de Leganitos denunciando una presunta estafa por falso arrendamiento. Aquellas fueron las entradas más caras que he pagado nunca por un auténtico espectáculo en la mismísima Gran Vía.    

Mientras me tomaban declaración, un viejo transistor de la comisaría dejaba escapar versos libres de neón para surcar los tejados castizos de la Gran Vía, sonaba "El sitio de mi recreo". Cerré los ojos y me dejé llevar por la canción.   

lunera
dic'10

domingo, 14 de noviembre de 2010

Las botas de cordones


Pronto hará diez años que tengo treinta, y todavía no se qué ponerme. Los llevo vistiendo desde hace más de una década y, si por mi fuera, seguiría con ellos otros diez años más. Treinta y pocos al principio, treinta y muchos al final, los treinta siguen dando mucho juego. Quienes me preceden me animan a cruzar los cuarenta para vivir sin controles y sin complejos, pero los que me suceden me advierten que entrar en la "cuarentena" no tiene marcha atrás. No se qué me voy a regalar. 

Botitas de cordones. 
Uno de mis primeros regalos de cumpleaños fueron unas botitas. Mi madre siempre ha tenido muy claro que hasta los 3 años sólo botitas de cordones, para que ningún paso se torciera en mi camino. Le encantaban los zapatos de los niños, eran uno de sus temas favoritos en las charlas de mamás a la salida del colegio. Charlas que para nosotros eran un recreo extramuros y para ellas, probablemente también. Yo detestaba aquel marujeo cuando ellas pujaban al alza, sin escucharse, por destacar nuestras bondades. Me enrabietaba cuando me zumbaban los oídos por ser el niño bonito.

Por aquel entonces mi madre nos apartaba la ropa de los domingos, aquellos vestidos que ella confeccionaba para mi hermana y aquellos pantalones de tergal que ahora llevaba mi hermano y que antes había llevado yo. Y apenas llegaba la primavera, ya nos sacaba los pantaloncitos cortos - el aire fresco robustece las piernas - solía decir. Siempre me ha parecido que mi madre presumía de poner a sus niños de corto antes que nadie, y yo no lo llevaba nada bien, ponerme de corto el primero era como asumir ante el mundo que era más pequeño que los demás.

Para los días de diario mi madre nos hacía jerseys y chaquetas de punto. Nos llevaba a la tienda de lanas para escoger los colores y enseguida los tenía listos. Me parecía magia verla tan concentrada en sus dos agujas, contando los puntos, moviendo los dedos y tirando de la madeja de vez en cuando. Era como si estuviera escribiendo a máquina historias de lana que siempre llevaríamos puestas. 
Desde hace un tiempo mi madre ha vuelto a la salida de los colegios, pero de abuela no es lo mismo, ahora prefiere volver pronto a casa con mis sobrinas. También ha vuelto a hacer punto, porque le hemos dicho que lo echamos de menos.


Las Europa. 
Acabando mi niñez mis padres me hicieron el mejor regalo: unas auténticas Adidas Europa de caña alta. Con ellas ya podía pisar el Olimpo de aquellos dioses negros que jugaban tan bien al baloncesto. Antes de cada partido mi madre las untaba con grasa de caballo, y las frotaba con un trapo viejo y mucho esmero. Mis botas Europa tenían una piel suave y blanca curtida con mucho cariño. 

Aquellos eran años felices de desayunos con mi hermana, con Tintín y con Astérix y Obélix. Desayunos con tazones grandes de leche donde se ablandaron muchos trozos de pan duro, y en los que nunca faltaban aquellos cómics que me despertaban el apetito y que nunca me cansaba de releer. 

Las tardes eran las de una Barcelona industrial que se comenzaba a vestir de moderna, un bullicio de historias de gente trabajadora que discurría por sus calles. Entonces servían para intercambiar cromos y jugar al guá, patear botellas de plástico, tocar los timbres de los portales y echar a correr, saltar sobre un tablero de tiza en el suelo o sobre las espaldas de los amigos. Aquellas calles fueron mi patio favorito, hoy siguen en el mismo lugar pero con nuevos inquilinos. 

Por las noches nos recogíamos todos frente al televisor. Para cambiar de canal accionábamos a mi hermano pequeño - Alfonsito, pon la segunda a ver qué dan, anda - y él se acercaba al cajetín, se ponía de puntillas y apretaba el botón hasta el fondo. Mis hermanos y yo solíamos caer rendidos en el tresillo, y mi padre en una de las butacas. En la otra mi madre alargaba las horas del día y los bajos de los pantalones.   

   
Pisamierdas.
Aquella fiesta de cumpleaños había sido muy parecida a las anteriores. Mis padres estaban muy escarmentados de no acertar con los regalos y decidieron darme un dinero con el que, muy a su pesar, me compré mis pisamierdas marrones. Mi madre decía que aquellas botas eran de guarros, y mi padre, que no entendía de botas ni entendía a mi madre, decía que no era para tanto. Las pisamierdas eran botas de cordones con la piel vuelta, pero yo, como estaba del revés, siempre las vi mejor que las otras. 

Fue ponerme las pisamierdas y empezar a llenar de libros mi habitación para amueblar mi cabeza. Horas bajo la luz de un flexo tratando de descifrar los misterios de la física, de las matemáticas, de la electrónica y de las ondas electromagnéticas. Días simplificando el mundo con fórmulas complejas. Años preparando un futuro mejor desde aquella habitación.  

Eran los tiempos del rebelde sin causa, del discutir porque sí, de fulares y ropa ajustada, de caladas furtivas, de amores fugaces, de fiestas sin padres, de botellines y botellones, de cintas cassette, de ir descubriendo donde estaban los límites de la libertad. Tiempo de crisis y mala época para empezar a discutir con tu padre. Con aquellas pisamierdas recorrí los pasillos de la universidad, conseguí mi primera beca y puse rumbo a Madrid para empezar a valorar todo aquello que empezaba a dejar atrás.
Botas italianas.
El mismo que viste fulares y ropa ajustada, ahora calza unas botas italianas. Me las regaló una novia por mi treinta cumpleaños, uno de tantos. Ahora no acepto dinero y cuando soplo las velas ya nunca pienso en lo que no tengo.  

Con mis botas italianas he dado los pasos más firmes. Con ellas recorrí el mundo que conozco, salí del concesionario, firmé la hipoteca, y con ellas le dije sí a la mujer con la que quiero seguir caminando. Ellas también han visto crecer y han visto menguar mi familia.   

Pronto celebraré los cuarenta, y aunque no se qué ponerme, ya voy teniendo claro qué zapatos voy a comprarme

lunera
nov'10