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domingo, 26 de diciembre de 2010

Pero nunca más

Andrés estaba llegando a casa cargado con bolsas del supermercado cuando sonó su móvil. Vaciló unos instantes antes de detenerse, dejó en el suelo parte de la carga y se dio prisa en responder para no perder la llamada:
- ¿Sí, dígame? 
- Hola, buenas tardes, ¿eres Andrés? -  preguntó una voz femenina en tono sereno. 
- Sí, soy yo, ¿quien es?
- Verás, soy Esther, una amiga de Lucía, ¿te pillo bien? ... - dijo ella forzando un silencio que intuía necesario. 
- ... ¿eh?, ¿Lucía?, ¿qué Lucía? - respondió Andrés titubeante y medio aturdido.
- Lucía... -la voz femenina hizo de nuevo un silencio tras pronunciar aquel nombre, como si el silencio fuera un apellido secreto- Una amiga tuya que me pidió que contactara contigo -matizó Esther. 
- ¡Ah, sí... Lucía! -dijo Andrés mientras se recomponía y dejaba en el suelo el resto de las bolsas- ¿ha pasado algo? -preguntó presagiando alguna cosa rara.
- Pues sí, lo siento mucho pero tengo que darte muy malas noticias. Lucía falleció la semana pasada-. Esther dejó caer la noticia en un tono muy calmado. -Llevaba una temporada muy malita y el martes pasado nos dijo adiós - añadió con mucho tiento. 
- ¡Dios mío, no puede ser, no me lo puedo creer, me dejas helado...! - respondió Andrés visiblemente afectado.
- Yo tampoco lo he asimilado, éramos íntimas amigas desde hace años. Pero la vida a veces es así de injusta. En sus últimos días, todavía lúcida, me pidió que llegado este momento hablara contigo y te entregará algo muy personal. Por eso te llamo.
- No sé que decir, me tiemblan las piernas, ¡no puede ser! -exclamó Andrés llevándose las manos a la cabeza. -Disculpa, ¿cómo has dicho que te llamas?    
- Esther, me llamo Esther. Supongo que se trata de un golpe bastante duro para ti...Yo conocía lo vuestro casi desde el principio, Lucía y yo no teníamos secretos. Sé que eras alguien muy importante para ella... En fin, cuando estés un poco más tranquilo me llamas y quedamos un día de estos, ¿te parece?
- Sí, claro, por supuesto -dijo Andrés fuera de sí-. Ahora mismo no sé ni dónde estoy, deja que lo asimile un poco mejor y te devuelvo la llamada, muchas gracias por avisarme.

Andrés se quedó paralizado en mitad de la calle, con el móvil en la mano y la mirada perdida en ninguna parte rodeado de bolsas llenas de compra. Tenía el rostro y el alma desencajados. En los últimos meses, desde que Andrés perdió el contacto con Lucía, él la había estado buscando por todas partes, rastreando cualquier pista que le permitiera dar con ella. Encontrarla se había convertido en algo más que una ilusión o un deseo, la esperanza de volver a verla era lo que estaba moviendo su vida y Andrés se estaba empezando a dar cuenta en ese mismo momento.   

Al día siguiente Andrés contactó con Esther para quedar aquella misma tarde, se citaron en una céntrica cafetería de Madrid. Él llegó con casi media hora de adelanto, pidió un café y la esperó empalmando un cigarrillo tras otro sin parar de darle vueltas a la cabeza. Tenía un gesto serio y cansado, los ojos hinchados y un aspecto bastante desaliñado. Esther llegó puntual, enseguida localizó la mesa donde él le había indicado que la estaría esperando: 

- Hola, ¿qué tal?, ¿eres Andrés, verdad? - saludó Esther extendiéndole la mano
- Sí, soy yo -le respondió él incorporándose.
La verdad es que no se por dónde comenzar-. Ella tomó asiento con él y pidió un café con leche al chico de la barra. - Ha sido todo tan rápido y tan duro que esto me resulta un poco violento, la verdad… ¿pero tú?, ¿tú como estás?
- Pues ya ves, si tú no lo has asimilado, imagínate yo que llevaba tanto tiempo sin saber nada de ella. Por más vueltas que le doy todavía no me puedo creer que estemos hablando de la misma persona, Lucía siempre me juró y me perjuró que lo nuestro no lo sabía nadie. Era muy estricta con ese tema. Y sin embargo aquí estamos hablando de eso, como si tal cosa. Es como si alguien hubiera arrancado una hoja de mi diario y hubiera dejado a la vista las costuras-. Andrés aplastaba la colilla sobre el fondo del cenicero con insistencia mientras espiraba los restos de la última calada.
- No te preocupes, te entiendo, pero puedes confiar en mí, te aseguro que nadie más lo sabe-. Esther le miraba sin pestañear con el semblante serio. - Lucía y yo éramos como hermanas.
- No se, supongo que sería así -dijo él sin parecer del todo convencido-. Yo siempre he confiado en su palabra. Lo tenía todo, era una mujer arrebatadora, fascinante, misteriosa. Hay personas que nacen con ese duende, con ese don supremo para atraer a la gente. Pero también es verdad que ella siempre fue muy clara conmigo y cumplió a rajatabla nuestro pacto: sexo y diversión. Quizá porque yo no me conformaba con lo mismo a menudo tuve la sensación de ser un títere en sus manos.

Andrés hizo una pausa cuando vio llegar al camarero con el café de Esther. Esperó pacientemente a que lo sirviera y a que se alejara antes de continuar:
 - De todos modos reconozco que ella era mucho más madura que yo. Y no lo digo porque me sacara 10 diez años o porque viviera como una reina en un nivel de vida que yo no me podía permitir, eso nunca me asustó. Es que Lucía era una mujer de los pies a la cabeza y yo, ingenuo de mí, siempre estuve convencido de que acabaría rendida en mis brazos. 
- Pues debes saber que Lucía te adoraba -le interrumpió Esther sacudiendo la cucharilla de café en el borde de la taza-. Ella te admiraba, le encantaba tu sonrisa, tu voz varonil, tu juventud, tus ganas de vivir. Un día me confesó que cuando tú te quedabas dormido, ella fantaseaba con retroceder en el tiempo para verse joven y sin ataduras cuando tú despertaras. Pero también debo decirte que lo vuestro no tenía ninguna posibilidad, Lucía adoraba a su marido y a sus hijos y, aunque nunca me lo confesó, creo que incluso tenía miedo de que llegaras a cansarte.
- ¿Cansarme yo de ella? ¡Dios mío, eso sí que no! -exclamó Andres. - Durante mucho tiempo lo nuestro fue sólo sexo, sexo furtivo y descontrolado, porque eso es lo que ella quería. Pero dos años de relación clandestina es mucho tiempo y yo últimamente ya no lo llevaba tan bien. Hace menos de un año tuvimos una bronca bastante gorda, no sé si llegó a contártelo. Yo estaba cansado y le propuse tener otro tipo de relación, por mucho que cambiábamos de hotel me sentía asfixiado, necesitaba algo más, cualquier cosa, un paseo, un café. Pero no hubo manera, ella se puso como una fiera. Nos vimos un par de veces más y de repente desapareció, como si se la hubiera tragado la tierra.
- Sí, fue justo cuando le diagnosticaron el tumor -interrumpió Esther- le dieron seis meses de vida que ella ha estado dedicando en exclusiva a su familia y a su enfermedad, creo que ahí está la explicación.
- Ya ves, yo no tenía ni idea, ella nunca me comentó nada. La de veces que la maldije y la de veces que he estado a punto de cometer algún disparate. En los últimos tiempos he intentado seguirle la pista, he indagado en todos los hoteles en los que quedábamos, he frecuentado los sitios que alguna vez ella me había mencionado, he preguntado en sus boutiques favoritas, la he buscado por tierra, mar y aire, pero nada. Y aún así, hasta hoy no había tirado la toalla.
- Pues no te molestes más porque por desgracia ella ya sólo va a estar con nosotros en el recuerdo, y es mejor que su familia y sobre todo sus hijos nunca sepan nada de esto -dijo Esther en tono condescendiente-. Andrés, tengo que marcharme, pero antes quiero dejarte una nota que Lucía me pidió que te entregara personalmente, la escribió poco antes de morir.

Andrés cogió el sobre titulado "Para Andrés", lo abrió con torpeza y sacó de su interior una nota cuidadosamente doblada que sostuvo unos segundos entre sus manos temblorosas. Lanzó un suspiro antes de desplegarla y empezó a leerla en silencio. Esther vió como los ojos de Andrés se empapaban recorriendo aquellas líneas manuscritas y como basculaban sus lágrimas en cada nuevo renglón. Al llegar al final Andrés no pudo reprimirse y rompió a llorar como un niño. Esther le cogió de la mano y trató de consolarle en vano. No hubo más palabras hasta que pasados unos minutos, se pudo calmar. Él pidió la cuenta, pagó, y los dos se despidieron en la calle con un cálido abrazo. Andrés tenía la sensación de haber vivido un sueño muy profundo y que en cualquier momento Lucía volvería a aparecer.

Cuando Esther dobló la esquina, sacó el móvil de su bolso, hizo una llamada y sin apenas aliento dijo: "¿Lucía? …..... Sí, ya está ....... ha sido muy duro, pero nunca más". 

lunera
dic'10

El sitio de mi recreo.


Cuando con los ojos cerrados apenas puedes contener una ilusión, no tienes más que abrirlos para que ésta se abra paso. Esto es lo que me pasó recién cumplidos los 25 cuándo decidí buscar un lugar donde levantar mi palacio, un castillo donde mantenerme a salvo, una guarida para mis amigos o una segunda piel para alguien más. No buscaba un piso, buscaba un sitio para mi recreo.

Quería dejar atrás aquel piso de estudiantes de Alcobendas, los búhos de madrugada desde Plaza Castilla, mi segundo estante de la nevera, las esperas por entrar al baño, las fiestas en casas ajenas y la sensación de proletario gris y rancio en una casa hueca. No quería más broncas estúpidas con aquellos amigos extraños.

En mi horizonte se dibujaba Madrid, mil caminos por recorrer y mucha gente por descubrir. Me moría por escribir las primeras páginas de mi historia sin seguir ningún dictado. De vez en cuando, cuando las cosas se tienen tan claras, el universo parece conspirar a tu favor: un amigo recién llegado a Madrid nos comentó que en 15 días necesitaba encontrar piso en Alcobendas, "quédate con mi habitación Ferran" - le comenté sin bacilar - "yo quiero irme al centro, a Madrid".  

Aquel mismo fin de semana inicié la aventura, empecé a estampar círculos en la sección de viviendas del periódico y a concertar las primeras visitas. Fueron diez días trepidantes para salir del cascarón y aprender a volar.   

A pesar de que no llevaba ni un año en la capital, tenía muy claro que mi próxima parada sería Gran Vía. En aquella calle parecía desembocar medio Madrid y media vida. De día me impresionaban sus edificios majestuosos, sus grandes almacenes, y sobre todo aquel trasiego ecléctico de gentes y culturas. De noche, mientras la Gran Vía se desmaquillaba, me quedaba sin palabras viendo desfilar bajo las luces de neón lo mejor y lo peor de la jungla urbana: parejas y parejitas, personajes solitarios, maleantes, putas, maderos, borrachos y gente fascinada como yo. 

Visité muchos apartamentos, entre ellos uno pequeñísimo en la calle Hortaleza que en el anuncio habían bautizado como "loft", y que resultó ser interesante, pero no tenía luz natural. "Al no dar a la calle es muy tranquilo y no gasta nada en calefacción ", comentó la casera. 

Aquel mismo día de regreso a casa descubrí un cartel de "Se alquila" en el número 65 de la calle Valverde. Tuve un presentimiento y no quise dejarlo enfriar.

- ¿Sí?, ¿hola? - dijo una voz dulce por el interfono del número 65 de la calle Valverde  
- Hola, buenas tardes, llamo por el anuncio de alquiler que estoy viendo en el portal ¿podría  subir a verlo? -  pregunté con cierto nerviosismo.
- Tras unos instantes de silencio un zumbido accionó la puerta de entrada y un - "Suba, puede usted subir" - me accionó a mí para entrar.

Subí hasta el último piso de aquel viejo edificio, localicé el portal y respiré hondo antes de pulsar el timbre. En el interior se oyeron unos tímidos ladridos que alertaban de mi presencia y segundos después se abría la puerta del 5º D. 

- Buenas tardes, me llamo Miguel - le dije a la mujer que se asomaba por detrás de la puerta. 
- Hola, adelante, pase, pase, yo soy Ángeles -respondió ella esbozando una cumplida sonrisa-. Y no se preocupe por el perro, que no hace nada -añadió mientras se inclinaba para coger en sus brazos aquel chihuahua escandaloso-. Ha tenido usted suerte porque Norma y yo acabamos de llegar hace un ratito de dar un paseo. 

Según iba recorriendo aquellos escasos 65 metros cuadrados, mi corazón se aceleraba. Me enseñó el salón, acogedor y muy luminoso, el baño, dos habitaciones bastante aceptables, una cocina espaciosa y una terraza llena de plantas desde la que se podía contemplar un precioso collage de tejados y chimeneas castizos. Allí estaba el sitio de mi recreo con el que tanto había soñado: una cueva para mi soledad, un tejado para mis amigos, un rincón para el acuario, un lugar para mis libros y plantas, para caminar descalzo, para montar mis fiestas y para dormir con quien quisiera, para tomar el sol en pelotas...

Antes de abordar el trato empezamos a preparar el terreno. 
- Me recuerdas mucho mis inicios de cuando llegué a Madrid - comentó ella. Por entonces yo tenía muchos sueños y una larga carrera por delante. Yo he sido cantante de ópera, ¿sabes? he cantado en coros y he recorrido medio mundo. Pero ha llegado el momento de volver con mi familia canaria, es tiempo de estar más con ellos.
- ¡Qué maravilla!, yo adoro la música y me encanta viajar. Se nota que usted ha tenido una vida muy intensa, no hay más que oirla hablar - añadí devolviéndole la pelota.
La negociación se alargó bastante. Al principio nada hacía presagiar un acuerdo, nuestros puntos de partida estaban muy distantes y ninguno de los dos lo veía claro. Quizá por esa razón  fuimos dejando la negociación en un segundo plano y comenzamos a charlar, sin gran esfuerzo y sin mirar al reloj. Hablamos de nuestros orígenes y de nuestros aterrizajes en Madrid, de algunas manías y de otros temas mundanos. Yo noté que le caía bien, y creo que ella también notó lo mismo en sentido contrario. Estábamos pasando un buen rato, así que no me costó ningún esfuerzo aprovechar unos tentadores segundos de improvisado silencio para retomar el tema y lanzarle mi última oferta. Le propuse el precio máximo que podía pagar y la miré fijamente a los ojos para que escuchara a través de los míos. Ángeles vaciló unos instantes y sin disimular su satisfacción dictó sentencia:
- Bueno Miguel, como parece que le has caído bien a Norma el piso es tuyo, me harás el ingreso todos los días 2 de cada mes, y mañana me avanzarás dos meses en concepto de señal, que yo prepararé el contrato. Y ahora ya puedes tutearme y darme un beso antes de que me arrepienta. 

Al día siguiente le pagué los dos meses de fianza, le avancé el pago del primer mes y firmé el contrato que había preparado para entregarme el piso a la semana siguiente. La casera me entregó dos juegos de llaves y nos despedimos con mucho afecto. El universo estaba a punto de conspirar a mi favor, por fin lo había conseguido.
Y llegó el día del gran estreno. Una semana después, con una furgoneta llena de cajas frente al número 65 de la calle Valverde, no conseguí que ninguna de las llaves abriera la puerta del 5ºD. Unos minutos después estaba en la comisaría de Leganitos denunciando una presunta estafa por falso arrendamiento. Aquellas fueron las entradas más caras que he pagado nunca por un auténtico espectáculo en la mismísima Gran Vía.    

Mientras me tomaban declaración, un viejo transistor de la comisaría dejaba escapar versos libres de neón para surcar los tejados castizos de la Gran Vía, sonaba "El sitio de mi recreo". Cerré los ojos y me dejé llevar por la canción.   

lunera
dic'10

domingo, 14 de noviembre de 2010

Las botas de cordones


Pronto hará diez años que tengo treinta, y todavía no se qué ponerme. Los llevo vistiendo desde hace más de una década y, si por mi fuera, seguiría con ellos otros diez años más. Treinta y pocos al principio, treinta y muchos al final, los treinta siguen dando mucho juego. Quienes me preceden me animan a cruzar los cuarenta para vivir sin controles y sin complejos, pero los que me suceden me advierten que entrar en la "cuarentena" no tiene marcha atrás. No se qué me voy a regalar. 

Botitas de cordones. 
Uno de mis primeros regalos de cumpleaños fueron unas botitas. Mi madre siempre ha tenido muy claro que hasta los 3 años sólo botitas de cordones, para que ningún paso se torciera en mi camino. Le encantaban los zapatos de los niños, eran uno de sus temas favoritos en las charlas de mamás a la salida del colegio. Charlas que para nosotros eran un recreo extramuros y para ellas, probablemente también. Yo detestaba aquel marujeo cuando ellas pujaban al alza, sin escucharse, por destacar nuestras bondades. Me enrabietaba cuando me zumbaban los oídos por ser el niño bonito.

Por aquel entonces mi madre nos apartaba la ropa de los domingos, aquellos vestidos que ella confeccionaba para mi hermana y aquellos pantalones de tergal que ahora llevaba mi hermano y que antes había llevado yo. Y apenas llegaba la primavera, ya nos sacaba los pantaloncitos cortos - el aire fresco robustece las piernas - solía decir. Siempre me ha parecido que mi madre presumía de poner a sus niños de corto antes que nadie, y yo no lo llevaba nada bien, ponerme de corto el primero era como asumir ante el mundo que era más pequeño que los demás.

Para los días de diario mi madre nos hacía jerseys y chaquetas de punto. Nos llevaba a la tienda de lanas para escoger los colores y enseguida los tenía listos. Me parecía magia verla tan concentrada en sus dos agujas, contando los puntos, moviendo los dedos y tirando de la madeja de vez en cuando. Era como si estuviera escribiendo a máquina historias de lana que siempre llevaríamos puestas. 
Desde hace un tiempo mi madre ha vuelto a la salida de los colegios, pero de abuela no es lo mismo, ahora prefiere volver pronto a casa con mis sobrinas. También ha vuelto a hacer punto, porque le hemos dicho que lo echamos de menos.


Las Europa. 
Acabando mi niñez mis padres me hicieron el mejor regalo: unas auténticas Adidas Europa de caña alta. Con ellas ya podía pisar el Olimpo de aquellos dioses negros que jugaban tan bien al baloncesto. Antes de cada partido mi madre las untaba con grasa de caballo, y las frotaba con un trapo viejo y mucho esmero. Mis botas Europa tenían una piel suave y blanca curtida con mucho cariño. 

Aquellos eran años felices de desayunos con mi hermana, con Tintín y con Astérix y Obélix. Desayunos con tazones grandes de leche donde se ablandaron muchos trozos de pan duro, y en los que nunca faltaban aquellos cómics que me despertaban el apetito y que nunca me cansaba de releer. 

Las tardes eran las de una Barcelona industrial que se comenzaba a vestir de moderna, un bullicio de historias de gente trabajadora que discurría por sus calles. Entonces servían para intercambiar cromos y jugar al guá, patear botellas de plástico, tocar los timbres de los portales y echar a correr, saltar sobre un tablero de tiza en el suelo o sobre las espaldas de los amigos. Aquellas calles fueron mi patio favorito, hoy siguen en el mismo lugar pero con nuevos inquilinos. 

Por las noches nos recogíamos todos frente al televisor. Para cambiar de canal accionábamos a mi hermano pequeño - Alfonsito, pon la segunda a ver qué dan, anda - y él se acercaba al cajetín, se ponía de puntillas y apretaba el botón hasta el fondo. Mis hermanos y yo solíamos caer rendidos en el tresillo, y mi padre en una de las butacas. En la otra mi madre alargaba las horas del día y los bajos de los pantalones.   

   
Pisamierdas.
Aquella fiesta de cumpleaños había sido muy parecida a las anteriores. Mis padres estaban muy escarmentados de no acertar con los regalos y decidieron darme un dinero con el que, muy a su pesar, me compré mis pisamierdas marrones. Mi madre decía que aquellas botas eran de guarros, y mi padre, que no entendía de botas ni entendía a mi madre, decía que no era para tanto. Las pisamierdas eran botas de cordones con la piel vuelta, pero yo, como estaba del revés, siempre las vi mejor que las otras. 

Fue ponerme las pisamierdas y empezar a llenar de libros mi habitación para amueblar mi cabeza. Horas bajo la luz de un flexo tratando de descifrar los misterios de la física, de las matemáticas, de la electrónica y de las ondas electromagnéticas. Días simplificando el mundo con fórmulas complejas. Años preparando un futuro mejor desde aquella habitación.  

Eran los tiempos del rebelde sin causa, del discutir porque sí, de fulares y ropa ajustada, de caladas furtivas, de amores fugaces, de fiestas sin padres, de botellines y botellones, de cintas cassette, de ir descubriendo donde estaban los límites de la libertad. Tiempo de crisis y mala época para empezar a discutir con tu padre. Con aquellas pisamierdas recorrí los pasillos de la universidad, conseguí mi primera beca y puse rumbo a Madrid para empezar a valorar todo aquello que empezaba a dejar atrás.
Botas italianas.
El mismo que viste fulares y ropa ajustada, ahora calza unas botas italianas. Me las regaló una novia por mi treinta cumpleaños, uno de tantos. Ahora no acepto dinero y cuando soplo las velas ya nunca pienso en lo que no tengo.  

Con mis botas italianas he dado los pasos más firmes. Con ellas recorrí el mundo que conozco, salí del concesionario, firmé la hipoteca, y con ellas le dije sí a la mujer con la que quiero seguir caminando. Ellas también han visto crecer y han visto menguar mi familia.   

Pronto celebraré los cuarenta, y aunque no se qué ponerme, ya voy teniendo claro qué zapatos voy a comprarme

lunera
nov'10

viernes, 15 de octubre de 2010

Lubina rellena con salsa americana


Aunque nunca he estado en su casa, es casi como de la familia. 

Anoche, mientras me aflojaba el nudo de la corbata, le oí canturrear en la cocina. Su voz socarrona y sus carcajadas estrepitosas son un revulsivo inconfundible, un faro para cualquier náufrago en búsqueda de su orilla. Me dejé llevar por el Neptuno que esgrimía un tenedor en mi cocina mientras él tarareaba sus últimas estrofas:

- "Yo le canto a Lupita / Voy camino de México / Ella es tan bonita / que yo le canto mi amor..." Mientras él jaleaba machaconamente la estrofa, abrí una cerveza y brindé por él. El espectáculo recién había comenzado. 

En la cocina se lava las manos a menudo, pero sin prisa. Y se las seca instintivamente con un trapo grande anudado al delantal en su costado izquierdo. Es un ritual que se contempla con curiosidad, que purifica. 

Nos sirvió de aperitivo un par de chistes, una sonrisa cómplice y otra picarona, y una historia que ya le habíamos oído alguna que otra vez, pero que no nos cansamos de escuchar: 

- Mi primer maestro fue Luis Irizar, a quien le debo mucho más de lo que le pueda pagar yo y otros mil como yo - dijo en tono más serio mientras se acercaba a la encimera.  

Allí, frente a él, cuidadosamente dispuestos y ordenados, todos los ingredientes del puzzle gastronómico con el que nos obsequió: 2 lubinas frescas, 1 cebolleta, unos dientes de ajo, unas hojas de estragón, perejil, 4 langostinos, 1 nécora, una jarra con caldo de pescado, 1 copita de brandy y un pocillo de harina. Cada uno de ellos con su platito y con su atril, como el coro de una orquesta que ensaya sus últimas notas ante un público que se está acabando de acomodar. 

El maestro miró los ingredientes con cariño y respeto. Los contempló y les dijo cosas. Estaba orgulloso de ellos y se le notaba, la obra estaba a punto de empezar. 

Las primeras notas salieron de un tablero de madera sobre el que el maestro hacía repicar un cuchillo que guillotinaba las cabezas de ajo con cariño y mucho oficio. Tras ellas desfilaron los tomates y el estragón. El falso verdugo, que llevaba un gorro blanco medio calado y un delantal impoluto, seguía relajado. En sus pies unos grandes zuecos de colores. Sobre el escenario seguía la fiesta: 

- Una enfermera que le dice a otra: ¿has visto qué bien se viste el nuevo médico? 
- A lo cual, le responde ...¡sí, y qué rápido! 

El maestro dió paso a la sección de metales vertiendo un chorrito de aceite en espiral sobre una sartén que calentó con entusiasmo incombustible. Allí rehogó las penas de los recién sacrificados. Más tarde añadiría una cucharadita de harina sobre las bocas hambrientas del aceite que se iba despertando. 

Mientras el fuego consumía lentamente los minutos, el maestro despojó con decisión a los langostinos de su frac y a las lubinas de sus lentejuelas. Entre prenda y prenda peinó una y otra vez a su cuchillo bajo el agua, y una y otra vez le secó las lágrimas. Ninguna gota de aceite se posó sobre su delantal sin avisar. Ningún ingrediente rompió filas sin su permiso.      

En tiempos de crisis o sin ella, el maestro siempre se ha preocupado por la economía doméstica, "hay que ser buen cocinero antes que fraile". Por ello aprovechó las cabezas de los langostinos, cuarteadas junto a la nécora, para dar sustancia al caldo que ya comenzaba a bullir en su cabeza. 

El maestro lleva una pulserita de cuero en su mano derecha y un par de anillos en el anular de su mano izquierda. El uno negro azabache y el otro, más grueso, de plata vieja. Habla también con las manos, cuidadas y moteadas por el tiempo. Con ellas acompaña sus relatos y chirigotas, y con ellas viste las palabras cálidas con las que teje cuentos que nos atrapan.  

- Mis hijos y mi hija, con mi mujer, son lo más grande para mi. Yo nunca les he llevado a una hamburguesería de esas de comida rápida...es que a mis hijos siempre les he querido mucho.  

Una vez rehogadas todas las penas y minutos en la sartén, el cocinero se convirtió en fraile recreando un momento entre místico y mundano. Era momento de rociar con brandy el guiso y flambearlo, por capricho, en la oscuridad. El maestro, una vez más, hizo con sus palabras conjuros mágicos que por momentos nos hicieron olvidar que estaba elaborando una salsa americana. Cuánta belleza brota del interior de las llamas cuándo arden sus palabras. Un jarro de caldo frío como telón de fondo apaciguó el fuego. Fin del primer acto. 

El maestro nos estaba ofreciendo una lección magistral no de cocina, sino de la vida misma. Continuaba el embrujo.

Acomodó los langostinos sin frac en el interior de las lubinas desnudas y los ató con cordeles y lacitos de confitería. Un horno a 220º durante 10 minutos los fundiría para siempre. 

A medida que los ingredientes completaban su actuación y dejaban libres los atriles, el maestro despejaba el escenario con una gamuza húmeda para dejarlo todo como recién estrenado.
   
En los últimos compases el maestro se relamía y paladeaba las últimas notas. 

Tras triturar y pasar por un colador fino los chistes, la alegría, la simpatía, los trucos y consejos, apareció finalmente tamizada una salsa americana que, de haber sido por el ritmo y la pasión empleadas, hubiera sido cubana. Poco después el horno devolvió de su vientre a las lubinas preñadas. 

Y llegó el momento de inmortalizar la obra. El maestro, utilizando una fuente de porcelana blanca a modo de lienzo, dibujó un lecho anaranjado de salsa americana sobre el que depositó con la delicadeza de un orfebre, las lubinas rellenas y bronceadas. 

Karlos firmó su obra con unas pinceladas de aceite crudo y una hojita de perejil, aunque todos sabíamos que la obra maestra no estaba en el plato. 


Lunera, 
13/10/2010

domingo, 3 de octubre de 2010

59 segundos, de Richard Wiseman

59 segundos de Richard Wiseman


59 segundos (versión española)
En este libro, de fácil lectura, lo difícil es ponerlo en práctica, ¿porqué? ... Richard Wiseman trata de respondernos en '59 segundos'. En el libro se abordan algunas claves y recetas simples sobre los cómos y los porqués de la felicidad, de la motivación y la creatividad, de la atracción, el estrés, la toma de decisiones, los hijos y la personalidad.


Cuando uno está feliz sonríe, ¿te has preguntado si el efecto contrario funciona? ...  hay una respuesta en 59" y otra inmediata si eres capaz de activar ahora mismo tus músculos faciales.


El 50% de nuestra sensación de felicidad está determinado genéticamente. Otro 10% se debe a circunstancias muy difíciles de cambiar, y nada menos que el 40% restante tiene que ver con ¡nuestro comportamiento y actitud! Cómo estés encajando esta información en estos instantes puede darte una pista de tu "potencia actitudinal" para ser feliz ... ¿estás despreciando tú 40%?

10 recetas simples:
  1. Desarrolla la actitud de gratitud: el mejor regalo que te puedes hacer es regalar a los demás. Regala experiencias antes que objetos materiales y acostúmbrate a poner en valor aquello que te hace sentir feliz, sobre todo si te parece rutinario.
  2. Mete la foto de un bebé en la cartera: y te la devolverán con un 30% más de probabilidades si la pierdes. Humanizar lo material es poner vida donde no parece que la hay.
  3. Pon un espejo en la cocina: y tu dieta será un 32% más saludable. Tu subconsciente estará más ausente.
  4. Compra una maceta para la oficina: y tendrás un 15% más de ideas. Está demostrado que lo verde estimula la creatividad, ya que nuestro subconsciente visualizará más fertilidad.
  5. Toca la parte superior del brazo: y conseguirás mejor tus objetivos. Es un pequeño gesto de autoridad bajo el que subyace un código emocional muy efectivo.
  6. Escribe sobre tu relación: y aumentarás la estabilidad de la pareja. Pondrás en valor los méritos de tu cónyuge y ayudarás a eliminar las manchas provocadas por los pequeños ataques de cólera domésticos.
  7. Para detectar mentirosos: escúchales y pídeles un correo electrónico. Los mentirosos suelen repetirse, no mirar a los ojos, y mantenerse rígidos.
  8. Elogia el esfuerzo de los niños, no su habilidad. Un gran esfuerzo es algo que podrán replicar si se lo proponen, un gran resultado puede resultar un peso difícil de sobrellevar porque no siempre lo podrán replicar.
  9. Imagínate haciendo algo, no lográndolo. El medio es un fin en sí mismo.
  10. Ten en cuenta tu legado: lo que te gustaría que dijeran tus amigos de ti en tu funeral ... y aplícalo antes de que sea tarde.
si tienes interés y quieres conocer más detalles:
http://59seconds.wordpress.com/


Man on Wire ········ Al filo de lo imposible. Delirios magistrales de Grandeza

Man on Wire es un canto a la belleza, a la vida, al genio, al ingenio, al esfuerzo, a la fuerza arrolladora de los sueños. Man on Wire es una lección magistral de cómo interpretar la vida.
Tras la tragedia de las Torres gemelas, Philippe Petit llegó a decir que "las Torres se habían llegado a construir con el único objetivo de que él las cruzará sobre el alambre." Yo me lo creo


Puedes ver mi crítica en:

domingo, 19 de septiembre de 2010

Tanzania. Una imagen vale más que mil palabras


Probablemente la mejor foto de las muchas que tomé en Tanzania aquel verano del 2005.
La instantánea, que fue sacada desde el interior de un jeep, captó la belleza inocente del alma masai. Estos jóvenes masai, que solían disfrazarse de masai para los turistas, esperaban con atención lo que les íbamos a ofrecer por la ventanilla del piloto... la atención contenida que captó la cámara se transformaría, segundos después, en un abordaje en búsqueda del preciado botín: un puñado de caramelos.