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viernes, 15 de octubre de 2010

Lubina rellena con salsa americana


Aunque nunca he estado en su casa, es casi como de la familia. 

Anoche, mientras me aflojaba el nudo de la corbata, le oí canturrear en la cocina. Su voz socarrona y sus carcajadas estrepitosas son un revulsivo inconfundible, un faro para cualquier náufrago en búsqueda de su orilla. Me dejé llevar por el Neptuno que esgrimía un tenedor en mi cocina mientras él tarareaba sus últimas estrofas:

- "Yo le canto a Lupita / Voy camino de México / Ella es tan bonita / que yo le canto mi amor..." Mientras él jaleaba machaconamente la estrofa, abrí una cerveza y brindé por él. El espectáculo recién había comenzado. 

En la cocina se lava las manos a menudo, pero sin prisa. Y se las seca instintivamente con un trapo grande anudado al delantal en su costado izquierdo. Es un ritual que se contempla con curiosidad, que purifica. 

Nos sirvió de aperitivo un par de chistes, una sonrisa cómplice y otra picarona, y una historia que ya le habíamos oído alguna que otra vez, pero que no nos cansamos de escuchar: 

- Mi primer maestro fue Luis Irizar, a quien le debo mucho más de lo que le pueda pagar yo y otros mil como yo - dijo en tono más serio mientras se acercaba a la encimera.  

Allí, frente a él, cuidadosamente dispuestos y ordenados, todos los ingredientes del puzzle gastronómico con el que nos obsequió: 2 lubinas frescas, 1 cebolleta, unos dientes de ajo, unas hojas de estragón, perejil, 4 langostinos, 1 nécora, una jarra con caldo de pescado, 1 copita de brandy y un pocillo de harina. Cada uno de ellos con su platito y con su atril, como el coro de una orquesta que ensaya sus últimas notas ante un público que se está acabando de acomodar. 

El maestro miró los ingredientes con cariño y respeto. Los contempló y les dijo cosas. Estaba orgulloso de ellos y se le notaba, la obra estaba a punto de empezar. 

Las primeras notas salieron de un tablero de madera sobre el que el maestro hacía repicar un cuchillo que guillotinaba las cabezas de ajo con cariño y mucho oficio. Tras ellas desfilaron los tomates y el estragón. El falso verdugo, que llevaba un gorro blanco medio calado y un delantal impoluto, seguía relajado. En sus pies unos grandes zuecos de colores. Sobre el escenario seguía la fiesta: 

- Una enfermera que le dice a otra: ¿has visto qué bien se viste el nuevo médico? 
- A lo cual, le responde ...¡sí, y qué rápido! 

El maestro dió paso a la sección de metales vertiendo un chorrito de aceite en espiral sobre una sartén que calentó con entusiasmo incombustible. Allí rehogó las penas de los recién sacrificados. Más tarde añadiría una cucharadita de harina sobre las bocas hambrientas del aceite que se iba despertando. 

Mientras el fuego consumía lentamente los minutos, el maestro despojó con decisión a los langostinos de su frac y a las lubinas de sus lentejuelas. Entre prenda y prenda peinó una y otra vez a su cuchillo bajo el agua, y una y otra vez le secó las lágrimas. Ninguna gota de aceite se posó sobre su delantal sin avisar. Ningún ingrediente rompió filas sin su permiso.      

En tiempos de crisis o sin ella, el maestro siempre se ha preocupado por la economía doméstica, "hay que ser buen cocinero antes que fraile". Por ello aprovechó las cabezas de los langostinos, cuarteadas junto a la nécora, para dar sustancia al caldo que ya comenzaba a bullir en su cabeza. 

El maestro lleva una pulserita de cuero en su mano derecha y un par de anillos en el anular de su mano izquierda. El uno negro azabache y el otro, más grueso, de plata vieja. Habla también con las manos, cuidadas y moteadas por el tiempo. Con ellas acompaña sus relatos y chirigotas, y con ellas viste las palabras cálidas con las que teje cuentos que nos atrapan.  

- Mis hijos y mi hija, con mi mujer, son lo más grande para mi. Yo nunca les he llevado a una hamburguesería de esas de comida rápida...es que a mis hijos siempre les he querido mucho.  

Una vez rehogadas todas las penas y minutos en la sartén, el cocinero se convirtió en fraile recreando un momento entre místico y mundano. Era momento de rociar con brandy el guiso y flambearlo, por capricho, en la oscuridad. El maestro, una vez más, hizo con sus palabras conjuros mágicos que por momentos nos hicieron olvidar que estaba elaborando una salsa americana. Cuánta belleza brota del interior de las llamas cuándo arden sus palabras. Un jarro de caldo frío como telón de fondo apaciguó el fuego. Fin del primer acto. 

El maestro nos estaba ofreciendo una lección magistral no de cocina, sino de la vida misma. Continuaba el embrujo.

Acomodó los langostinos sin frac en el interior de las lubinas desnudas y los ató con cordeles y lacitos de confitería. Un horno a 220º durante 10 minutos los fundiría para siempre. 

A medida que los ingredientes completaban su actuación y dejaban libres los atriles, el maestro despejaba el escenario con una gamuza húmeda para dejarlo todo como recién estrenado.
   
En los últimos compases el maestro se relamía y paladeaba las últimas notas. 

Tras triturar y pasar por un colador fino los chistes, la alegría, la simpatía, los trucos y consejos, apareció finalmente tamizada una salsa americana que, de haber sido por el ritmo y la pasión empleadas, hubiera sido cubana. Poco después el horno devolvió de su vientre a las lubinas preñadas. 

Y llegó el momento de inmortalizar la obra. El maestro, utilizando una fuente de porcelana blanca a modo de lienzo, dibujó un lecho anaranjado de salsa americana sobre el que depositó con la delicadeza de un orfebre, las lubinas rellenas y bronceadas. 

Karlos firmó su obra con unas pinceladas de aceite crudo y una hojita de perejil, aunque todos sabíamos que la obra maestra no estaba en el plato. 


Lunera, 
13/10/2010

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